Relato - Cuando el sol se esconde

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Barcarrota (Badajoz), 19 de febrero de 1997

Vicente miraba el cuadro de su boda con expresión sombría. En él salía su mujer, cincuenta años atrás, ataviada con un sencillo y largo vestido blanco hecho a medida. Ella sonreía en la foto, pareciendo realmente risueña, y lo cierto es que lo había sido, incluso en aquellos momentos en los que parecía que un nubarrón se cernía sobre ellos, porque sabía que siempre acababa por salir el sol.

El día de su boda fue el preámbulo de una vida llena de felicidad, aunque con algunos baches, nada que no pudieran superar ambos. Sin embargo, Vicente estaba seguro de que no superaría la muerte de su esposa y que, dentro de muy poco tiempo, él la seguiría y volverían a estar juntos.

Ella había muerto tras una terrible enfermedad senil, a los setenta y cuatro años de edad y, en aquel momento, su viudo estaba de regreso en el hogar en el que había sido tan feliz, solo, rodeado de recuerdos, de sus cuadros y de un silencio absolutamente desgarrador.

Alicia, su nieta de veinticuatro años, ya casada y con un hijo en camino, lo había dejado en casa unos minutos antes.

―Si quieres, puedo quedarme contigo ―le había dicho ella.

―No hace falta.

―Es que no me gusta quedarte solo...

Vicente esbozó una sonrisa cansada.

―No estoy solo, cariño.

A Alicia se le llenaron los ojos de lágrimas, pero se contuvo como buenamente pudo. Era el momento de ser fuerte, no de que su abuelo cargase también con su pena.

―Alicia, vete a casa ―insistió―. Estaré bien.

Su nieta se debatió en si debía marcharse o no. Observó cómo su abuelo se sentaba en el sillón, aguardando como si deseara que se fuera para pasar el duelo sin ninguna compañía. Tenía que reconocer que su abuelo podía llegar a ser muy orgulloso. Durante el entierro, se mantuvo de una pieza de cara a los demás, pero era por mantener las apariencias que se le inculcaron desde pequeño, agarrándose, como a un clavo ardiendo, a esa norma no escrita que decía que los hombres no debían llorar, que el desbordamiento de emociones era cosa de mujeres. La realidad era que él estaba devastado, a pesar de llevar años preparándose para el inevitable desenlace que conllevaba la enfermedad de su abuela.

―Vale. Pero si necesitas algo, no dudes en llamarme. Incluso, si quieres, te llamaré cada hora.

Finalmente, se marchó. Y fue entonces cuando pudo llorar en silencio y echar un vistazo al pasado, un pasado en el que su mujer vivía, y él era un joven de veintidós años.

Barcarrota (Badajoz), 7 de marzo de 1942

Vicente se vistió con la ropa de los sábados, un modesto pantalón marrón de pana, una camisa caqui y los zapatos de color café heredados de su padre, el cual había sido fusilado en la Guerra Civil, pasando a ser él, que era el mayor de tres hermanos varones, el cabecilla de la familia. De los tres, era el que más se parecía a su padre. Sus ojos eran azules y su pelo negro azabache. Quizás por esa razón, su madre se le quedaba mirando algunas veces con ojos llorosos desde la muerte de su progenitor.

Pese a la represión y a la caída de muchos de los habitantes del pueblo, todos intentaban seguir con sus vidas y reconstruir lo que habían perdido. No obstante, las cosechas no eran abundantes, el que conseguía comer un trozo de pan a la semana era una persona con suerte, y lo conseguía o bien pidiendo a los que más tenían, o bien en los negocios de contrabando.

La poca avena que se conseguía obtener del huerto que tenían asignado iba a parar al ganado, en concreto, a las ovejas y a las cabras que, a pesar de todo, estaban un poco escuálidas y daban menos leche de la deseada.

El rincón de mis desastresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora