20. Ella.

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20. Él#2.

Me golpearon súbitamente en la espalda con una viga.

Me volví hacia atrás, aun de pie, confundido y rápidamente, tomé la viga entre mis manos y la lancé contra mi atacante, golpeándolo en sus piernas. Cayó de inmediato, reponiéndose unos segundos después. Una cara se mostró enfrente de mí: mirada furiosa, labios eruditos y mortíferos al mismo tiempo, femando con los cortos eclipses de luz que había.

Golpeé a mi atacante contra el muro. Segundos después, una mano sostuvo de nuevo mi brazo, paralizándolo por completo. Volví mi otro brazo hacia atrás y le propiné un golpe en la mandíbula a mi atacante, seguido por otro en el estómago con mi rodilla y un codazo sobre el costado.

Mi atacante inicial sujetó mi mano, de nuevo, y la trabó atrás, pegándola contra mi costado. Poniendo la fuerza necesaria, le di una voltereta y puse mi otra mano alrededor de su costado, para así darle una contorsión completa, llevándome por encuentro a mi segundo atacante.

Me di la media vuelta.

Ahí estaba: un pequeño niño israelí, de no más de doce años, sosteniendo un arma y apuntándome, con las gotas de sudor cayendo por su rostro y sus manos temblorosas, muñecas magulladas.

Me quedé ahí, parado, estático, viendo cómo sus dedos eran demasiado pequeños sobre el gatillo y cómo se veía demasiado débil como para poder sostenerla, casi como si fuera a partir su mano en cualquier instante. Y no le podía decir nada, porque esa es la cuestión con los niños: creerán y harán todo lo que uno les dicte, sin tener su propio criterio de qué es correcto y qué es incorrecto.

Un grupo de personas se acercó, conformado por una mujer egipcia, un turco, lo que parecía ser un brasileño, un afgano y una mujer yemení, quien tenía la cicatriz de la sonrisa de Glasgow.

—Si vas a estar con nosotros, tienes que mostrarnos que eres capaz— dijo la mujer egipcia en inglés.

—No voy a matar a un niño— le dije, escuchando como los dos hombres detrás de mí comenzaban a levantarse—. Y no voy a estar con ustedes.

— ¿Entonces qué nos detiene, eh?— dijo el hombre turco, hablando en un desentonado inglés. Se acercó hacia mí, tomando pocos pasos de distancia. Le hizo una señal al niño para que se acercara junto con él, sin dejar caer el arma que aumentaba los temblores en sus manos. Me quedé viéndole, imaginando cada tipo de destino—. No nos sirves.

—Tal vez no les sirvo, pero soy su vale de vida— dije, intentando sonar lo menos petulante posible—. ¿Qué es lo que quieren? ¿Lo que necesitan? ¿Un dictador? ¿Un comunista? ¿Alguien que les diga qué hacer y cómo?, ¿que entre a las casas de sus ciudades y extermine a cada una de esas personas?

—Ah, ¿en verdad crees que nos importa la maldita política y la historia? ¡Me vale inclusive que millones de personas se estén muriendo por un virus incubado por nosotros! Si ese virus crea dinero, sirve — la mujer yemení bufó, negando con la cabeza—. Nos importa el dinero. Nos importan los ingresos y no ser reconocidos en todo este proyecto. La trascendencia no nos importa, menos si no vamos a vivir en ella. Y va a haber muchas personas que van a intervenir en ese camino; queremos saber que tú no eres uno de ellos.

—Tienes que compartir ese pensamiento.

—Lo hago— mentí.

Él hombre brasileño alzó ambas cejas, negando con la cabeza, y en ese momento me di cuenta de lo difícil que iba a ser este camino sin tener que quebrantar mi moral, sobre todo cuando había tantas naciones presentes y tanta falta de esta misma.

— ¿Cómo les puedo demostrar eso?—pregunté.

—Dinero significa que no hay personas de por medio— dijo la mujer yemení.

2. Agente TF01, pandemónium.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora