La manzana

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Ceres se puso a arreglar las flores y se preparó para partir. En la ciudadela, todo el mundo la saludaba, incluso algunos calormenos. Intentaba salir por la puerta sur cuando se encontró a Koral volviendo de dar un paseo con su padre a caballo.

—¡Buenos días! ¿Dónde vas?—preguntó la niña.

—Voy a un lugar sagrado a poner estás flores en honor a mi madre. Hoy es el aniversario de su ejecución—dijo tristemente mirando de reojo a Ghemor.

—¿Puedo acompañarte?—preguntó ilusionada.

La solandiana miró a Ghemor, como diciéndole si le daba permiso a su hija.

—Por mi encantado, estrellita—dijo el hombre cariñosamente—.Pero vuelve antes del almuerzo.

El Tisroc siguió su camino y Koral se bajó del caballo para pasear junto a Ceres.

—¿Dónde es ese lugar?—preguntó la niña.

—Está cerca de aquí, es como un templo sagrado al aire libre. Allí pongo las flores de mi madre cada año, porque no tuvo oportunidad de tener una tumba—relató la solandiana—.Las Lágrimas de Luna eran sus preferidas.

—¿Cómo era tu madre?—preguntó Koral.

Ceres sonrió nostálgicamente.

—Era la mujer más valiente que he conocido y también la más hermosa. Aunque no tengo muchos recuerdos de ella, pero los que tengo los guardo muy bien en la memoria. Mi padre nos contó a mis hermanos y a mí, que lucho contra las fuerzas de ocupación calormenas cada día de su vida y que murió como una valiente—suspiró—.Aun tengo en la memoria el recuerdo de cuando se la llevaron.

—¿Cómo se llamaba?—preguntó Koral, evadiendo el tema.

—Tal Luna—contestó la solandiana—.Hemos llegado.

Era un bonito lugar, con círculos de piedra y arboles altos. Koral observó como en silencio, Ceres depositaba las flores en un círculo de piedra y sentada junto a ellas, cerraba los ojos. Koral no sabía qué hacer.

—¿Qué se supone que debo hacer?—preguntó la medio calormena.

—¿Tu madre nunca te enseñó las costumbres solandianas?—preguntó Ceres sin abrir los ojos.

—Me enseñó algunas, pero no está en particular—respondió avergonzada.

—Siéntate a mi lado y comparte mi silencio—dijo Ceres bajándola a su lado.

Después de media hora, la solandiana se levantó. Había sido tiempo más que suficiente, pensó Koral. En realidad, aunque era medio solandiana, veía su cultura como algo externo. Solo se había sentido en parte identificada, aunque amaba ser medio solandiana no era su culpa que nunca nadie le hubiese enseñado ninguna religión, festejos o costumbres. De camino de vuelta hablaron de eso.

—Y dime, ¿Cómo se llamaba tu madre?—preguntó Ceres.

—Me temo que no puedo decírtelo, es secreto—contestó Koral.

—Vamos, dime su nombre—bromeó Ceres—.No creo que sea tan malo desobedecer a tu padre, yo no se lo contaré.

—Lo siento... no puedo....—suspiró Koral.

—Al menos cuéntame algo sobre ella—insistió Ceres.

—Me recuerdas mucho a ella—confesó Koral—.No me di cuenta hasta un tiempo después de conocerte. No sé qué es, tal vez las dos tengáis mucho carácter. O todas las solandianas tengamos mucho carácter—ambas se rieron—¿Nunca has conocido a un calormeno bueno? No todos son malvados.

Las Crónicas de Narnia: Perlas del DestinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora