14 de noviembre 2015

99 7 8
                                    

Aun te odio, M.

Atte: Mara.

























Sentirse atado a algo debe de ser de las necesidades más básicas y ancestrales de los seres humanos. Probablemente alguien lo haya dicho ya antes que yo e incluso haya publicado su teoría y ganado algún premio por ello. Es evidente, sólo hace falta sentarse y meditar un poco al respecto. Desde que somos infantes nos gusta sentir que pertenecemos a algo más grande que nosotros: nuestra madre, la escuela, nuestros amigos. Es una necesidad innata, ¿no es cierto?

Yo nunca quise quedarme sola. Todo lo contrario, siempre desee tener una familia tradicional como todos los demás y amigas con quien jugar a saltar la cuerda y volar cometas. Tuve una infancia difícil, sin embargo las cosas se fueron arreglando mientras crecí y me volví adulta. Fui feliz por muchos años, no lo niego. Y fue más bien paulatinamente, y de una manera tan sutil que la soledad irrumpió en cada rincón y hueco de mi vida, como una humedad pútrida y pestilente que acaba consumando una casa antigua. No caí en la cuenta de ello hasta después de mucho, mucho tiempo, en el preciso instante en que recibí esta libreta donde ahora escribo. Fue un balde de agua fría en una mañana de finales del otoño, inesperado y sorpresivo, pero torturante a fin de cuentas.

Por supuesto, tardé en acostumbrarme. Sin embargo la soledad es algo a lo que uno acaba cogiéndole cierto afecto. Aunque quizás afecto no sea la palabra más adecuada. El hecho es que no sentirse atado a nadie le brinda a la mente una libertad que solo pocos llegan a conocer y a hacer consciente. Uno se vuelve adicto a no tener que rendir cuentas, a salir de casa y no volver hasta el amanecer, a los productos desechables, a dormir hasta que la almohada le escoza la nuca, a escuchar toda la música que se quiera, a ignorar las opiniones ajenas, a los vicios, a los extraños.

¿Se podrá ser cien por ciento libre? Me lo he cuestionado infinidad de veces. No lo creo. Habrá quienes me contradigan, pero todos ellos guardarán celosamente una fotografía, una carta o algún recuerdo al cual permanezcan atados. Y no lo dejarán ir, por más que se obliguen a hacerlo. Es aquella atadura lo que finalmente les mantiene humanos. Lo que nos mantiene vivos.

Ahora, que he explicado más o menos ese aspecto de mi vida, debo relatar por qué estoy escribiendo esto. Realmente no fue idea mía y, para ser honesta, ni siquiera me gusta del todo, pero siento la necesidad de llenar las páginas de este cuaderno que él me dio como obsequio de nuestro aniversario. ¿Por qué? No sabría explicarlo, tan sólo es una necesidad, casi primitiva, de llenar todas estas hojas en blanco con un bolígrafo. Tengo la esperanza de que una vez que lo haya logrado obtendré algún tipo de revelación, como cuando se haya una perla de una ostra incipiente y sucia a la orilla del mar.

Es noviembre y en realidad ya pasaron diez años desde que recibí esta libreta magenta. Estuvo bien escondida dentro de una caja al fondo de mi armario todo este tiempo. Al principio la había dejado allí por voluntad propia, quiero decir, no deseaba verla, el hacerlo me causaba una sensación de malestar nauseoso en el estómago; sin embargo, con el pasar de los meses me olvidé de su existencia. Otros problemas fueron llenando mi mente y la libreta magenta desapareció de mi vida hasta el día de ayer.

Estaba buscando en mi armario unas herramientas para reparar el ventilador de la botarga que utilizaría aquella noche para un evento en una universidad, cuando de pronto, al abrir una de las cajas que había sacado vislumbré al fondo una porción de la piel teñida de magenta de la cubierta de la libreta. Sentí un vuelco en el estómago y me quedé allí, quieta, durante un buen rato simplemente observándola. Al final la saqué y le quité la película de polvo que se le había impregnado en la cubierta de cuero, la dejé sobre mi escritorio y terminé de arreglar el ventilador.

Quema las páginasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora