Prólogo

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Allí, en medio de Plaza San Marco volví a ver a la chica de cada verano.

No recuerdo con precisión cuándo fue la primera vez que la vi. Quizás ya hayan transcurrido más de diez años desde entonces, o podrían ser muchos más. Suele suceder que uno tarda a veces bastante tiempo en notar algo sorprendente aunque esto pase por enfrente de nuestros ojos.

En realidad, ella no es nada extravagante. Podría pasar por una turista cualquiera que se pasea solitaria por las calles de Venecia. La primera vez que la miré detenidamente yo estaba afuera del establecimiento donde ella entró, cubriéndome del potente sol de mediodía del mes de julio. Escuché su voz casi cantar su pedido en un italiano nada despreciable y tras un minuto ella salió una vez más, ahora con un helado de chocolate en la mano. Fue mera casualidad que nuestros ojos se toparan de pronto cuando la chica paseó su mirada por la calle de un lado a otro y yo buscaba un punto donde el sol no me cegara. Sin embargo, ocurrió como cuando dos estrellas chocan en el silencio y la inmensidad del espacio. Fue entonces que descubrí que algo la distinguía del resto.

Pasaron unos largos y sofocantes segundos hasta que ella curveó la comisura de sus labios ligeramente.

-¿Tienes calor?- me preguntó.

Yo asentí con la cabeza sin poder ni siquiera gruñir una sílaba y es que había algo en esos profundos ojos negros que le robaba a uno el aliento y le estrujaba las entrañas como cuando se cae al vacío. Entonces, con cierta resignación la chica volvió a mirar su helado y luego me lo extendió amablemente.

Lo tomé porque tampoco me atrevía a rechazarlo.

Ella volvió a curvear los labios y se dio media vuelta para echar a andar rumbo al Puente Rialto. Rápidamente volví a repasar su imagen en mi mente cuando desapareció entre la multitud. Era joven, muy joven, de no más de veintitantos; de cabello castaño, largo y ondulado, piel trigueña y una figura esbelta, fuerte pero ligera. La memoricé e incluso recuerdo haber soñado con ella, no obstante preferí no contar a nadie sobre aquel encuentro, ni siquiera a mi esposa. Dejé que transcurrieran las estaciones, pero no la olvidé y para asombro mío, ella volvió a salir del mismo establecimiento el siguiente año, ahora con un helado de yogurt y el cabello amarrado en una coleta. Nuestras miradas se encontraron y supe de algún modo que ella también me recordaba aunque ninguno de los dos hubiese hecho aunque sea un ademán de saludarse.

Así han pasado ya muchos veranos. Yo he seguido con mi trabajo de guardia afuera de la Plaza San Marco durante todo este tiempo y he envejecido notoriamente. En mi cabello y bigote los mechones plateados van en aumento y las arrugas y las pecas se han ido extendiendo como una marea implacable. Pronto me jubilaré. A estas alturas de mi vida el calor es cada vez más insoportable y los turistas más altaneros. Tengo muchos planes para el futuro. Nos espera a mi esposa a mí una pequeña casa en Capri a donde sólo regresábamos de vacaciones cada cuanto.

Sin embargo esta historia no es acerca de mí ni de mi sencilla vida como policía veterano en Venecia, sino sobre ella.

La última vez que la vi en medio de la Plaza ya era algo tarde. De hecho, estaba a punto de terminar mi turno y a diferencia de los demás días de aquel mes de agosto, esa tarde las nubes colmaban el cielo y daba la impresión de que llovería en cualquier momento. Caminaba por debajo del Palacio Ducal cuando una fugaz mirada de soslayo me hizo reconocer a la chica a unos cuantos metros. Llevaba el cabello suelto y algo alborotado por el viento y se encontraba junto con otros niños tirando una especie de migajas a los pichones que se arremolinaban alrededor de ellos.

-¡Hey!- grité de inmediato.-¡No pueden alimentar a las aves!

Ella se volvió de inmediato y guardó la bolsa de papel color café donde contenía el alimento en una mochila azul marina que llevaba sobre los hombros. Los niños regresaron con sus padres a prisa y la gente se dispersó. Me detuve a escasos diez metros de la chica y nos miramos por unos segundos. No dijimos nada, por supuesto. Ciertamente ella sabía que yo conocía su secreto, pero no parecía molestarle, incluso llegaba a darme la impresión de que ella misma me hubiese escogido por alguna razón que desconocía. Por último, la chica  esbozó una sonrisa por un breve instante y luego se dio la vuelta para desaparecer entre la multitud.  Sentí una ya familiar descompresión en el pecho cuando por fin volví a encontrarme solo.

Pasados unos minutos, cuando cruzaba la Plaza nuevamente para regresar a casa y aun pensando en la chica, percibí sobre mi cuello un líquido espeso y caliente. Casi de forma refleja estuve a punto de tocar aquello con mis dedos, sin embargo me detuve al descubrir el caos frente a mis ojos. No era el único a quien le había caído excremento de pichón. Por todos lados, como una tormenta imparable, llovían deshechos de ave a los turistas, quienes al igual que yo corrían aterrorizados para cubrirse debajo de los edificios.

Aquel incidente apareció en el noticiario de la noche con un encabezado grotesco, al igual que el hallazgo de un cadáver con un tiro en la cabeza en el Hotel Palazzo Giovanelli.

Meses después me enteraría que ambos acontecimientos hubieron sido provocados por la misma chica.

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