Lente me, zomer me
September me en winter me
Want ik heb jou voor altijd lief
Morgen me, middag me
Avond me en nacht me
Blijf bij me asjeblieft
Hoy es el primer día del año. Anton y yo hemos viajado a Nueva York para celebrar con Sophy. Hemos ido a cenar a un lujoso hotel y pasado un buen rato. No hay mucho más que decir al respecto. Las fiestas de fin de año son todas iguales: conteos regresivos, luces, fuegos artificiales, gente vestida de manera elegante corriendo de un lado a otro. Nada nuevo.
Ahora, justo ahora, es de madrugada. La primera madrugada del año y no logro conciliar el sueño. He revisado mi correo, no hay pendientes. He leído unos cuántos capítulos de un libro que compré en el aeropuerto de Los Ángeles, pero no me ha atrapado por completo. Así, entre tanto ajetreo mental injustificado llegué a mis recuerdos más profundos y sin pensármelo mucho he tomado un bolígrafo y la libreta magenta y he decidido escribir aquel que me inunda el pensamiento cada Año Nuevo. ¿Por qué razón? No lo sé a ciencia cierta. Quizás sea debido a que no es un recuerdo precisamente feliz. Tiene dejos sombríos... De tal modo que, los fines de año, al ser tan melancólicos , provocan cierta asociación extraña con aquella memoria sin remedio.
Era el verano de 1915 al norte de la frontera entre Alemania y Holanda. Aquel chico llevaba mirando el cedro delante de él una eternidad o por lo menos, ese era mi sentir en aquel momento. Era una escena pintoresca y oscura a la vez si se observaba de lejos, tal y como yo hacía detrás de un arbusto. Hacía un clima húmedo y cálido ya que eran mediados de junio y los rayos anaranjados del sol de verano caían de forma oblicua entre las ramas, filtrándose con delicadeza entre las hojas. La humedad alzaba diminutas partículas de polen y tierra que se vislumbraban ante la suave luz. A esas horas de la tarde ese sendero del bosque semejaba un tibio cuarto naranja tanto así que incluso la tierra bajo nuestros pies adquiría esa tonalidad, como de arcilla. Era hermoso, como para dejarse simplemente caer de espaldas y pasar un rato escuchando la suave brisa y el tenue crujir de las ramas en la copa de los árboles. Sin embargo, el muchacho tenía sus ojos fijos en el cedro, en la rama más frondosa y fuerte que nacía del tronco hacia el norte. En una mano llevaba una soga, gruesa como las que se utilizan para arrear. La sostenía con firmeza prensándola con fuerza con el puño. En la otra mano llevaba una nota.
¿Para quién la has escrito?
De pronto el muchacho dio un paso. Sentí como en un instante la sangre se me subió a la cabeza e hizo arder mis mejillas. No debía estar ahí. Mi hermana me esperaba para la cena. Sería una cena modesta, sólo papas hervidas y un poco de pan, pero estaríamos a salvo una noche más. Fuera del alcance de esa guerra, tal y como nos había dicho el señor Hedfors antes de marcharse.
Pero mis piernas no respondieron.
Estaba paralizada mirando como él alcanzaba esa rama y amarraba la soga con movimientos precisos. Apretó el nudo y bajó una vez más para colocar la nota al pie del cedro. Con una roca aseguró una de las esquinas para que el viento no se la llevara. Miró alrededor una última vez. Sus ojos parecían tan exhaustos, tan tristes.
Tuve miedo. Por fin ese nudo me habló fríamente. Le iba a desgarrar los músculos del cuello, iba a cercenar sus arterias y lo iba a sofocar hasta que poco a poco su mirada se fuera nublando y la fuerza de sus piernas y brazos menguara. Iba a darle el tiempo justo para pensar en todos los terrores que lo mantenían despierto cada noche, de recordar los rostros de los que se habían marchado.
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Quema las páginas
Fiksi UmumHan transcurrido diez años desde que Mara decidió aislarse en un apartamento en los suburbios de Los Ángeles para llevar una vida de pequeños trabajos y modestos placeres. Sin embargo, al correr ya los últimos días de primavera llegará a su puerta u...