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Elena

Estaba a solas en mi habitación. Mi familia y mis nuevos amigos estaban enterrando a las pobres víctimas de la masacre que ocurrió la noche anterior. Yo no quise estar ahí. Era demasiado fuerte para mí. No me gustaba la muerte.

Mi habitación no era tan pequeña como la de mis hermanos. Ese mismo verano la había pintado color amarillo. Mi cama era sencilla, el espaldar era una tabla en forma de arco de un color marrón amarillento. La colcha era rosa con flores amarillas. Tenía muchos peluches encima de la cama. Había un pequeño armario del mismo color del espaldar de la cama, donde guardaba mi ropa.

Llevaba más de dos horas ahí llorando, sentada en mi cama, con los brazos rodeando a mi muñeca preferida, aunque ya no jugaba con ella, pero me serbia de consuelo.

Quería saber que pasaría después de todo esto. Mamá dijo que regresaría a la civilización a comenzar una nueva vida junto a nosotros, mis hermanos y yo. Eso me agradaba mucho ya que no pensaba seguir viviendo en ese lugar.

Aun no era ni medio día. Había tenido una mañana muy larga, y eso era porque no habíamos dormido en absoluto.

Mire por la ventana, el día estaba nublado. Iba acorde con el humor de todos.

Entonces, Víctor entro a mi habitación, camino hasta donde mí y se sentó a mi lado, me quito la muñeca con delicadeza, la puso detrás de él, para después abrasarme.

Me sentía demasiado bien estando entre sus brazos. Me recosté en su pecho y él olisqueo mi cabello.

–Todo estará bien de ahora en adelante– susurró.

–Si tu estarás conmigo, todo estará bien– dije mientras le tocaba el rostro, él tomo mi otra mano.

–Yo iría contigo hasta el fin del mundo– puso un gesto de lamentación.– Lamento mucho lo que paso con tu padre.

Me aleje un poco de él para poder mirarlo mejor.

–Él era una persona muy mala y...

–...no vuelvas a decir que se lo merecía, porque no. Él era una persona mala por culpa de ese Dios falso.

Comencé a llorar más fuerte.

Mi padre se había suicidado. Se espeto una cuchilla directamente en el corazón. Tio Tom dijo que mi padre no comprendía que se podía salir de esa religión. Después de todo, mi padre era un cobarde.

–Deberías odiarlo por lo que te hizo– dije mientras nos abrasábamos nuevamente.

–No podría odiar al padre de la mujer que quiero.

Lo mire directamente a los ojos. Era completamente sincero, lo sentí en mi corazón.

–Yo también te quiero.

Nos abrasamos más fuerte. Sentí que una lagrima toco mi cabeza.

–¿Tienes una patineta?– preguntó sorprendido.

Lo mire y luego miré hacia donde el miraba. Miraba hacia la pared cerca del armario. Había una tabla con ruedas. La tenía porque me gustaban los dibujos que tenía por debajo.

–¿Si te refieres a la tabla con ruedas?... Si– contesté.

Me levanté y la busque. El me siguió con la mirada.

–Me gusta– dije mientras la sostenía en mis manos.

–¿Sabes correrla?– preguntó mientras se levantaba de la cama.

–No.

–Yo si– mencionó.– Tengo una.

–Que bien– dije.

–¿Sabías que era mi gran amor?– mencionó mientras observaba mis manos.– Siempre andaba con ella por el vecindario.

–¿En serio?

Él sonrió mientras hacía girar con sus dedos una de las ruedas de la patineta.

–Pero ya no es nada comparada contigo.

Me miró.

Me quede frisada por esas palabras. Aunque al final comprendí que era algo estúpido que comparara su amor por mí con algo material. Aunque en su pasado él no amaba a nadie.

–Me siento muy halagada. Cambiar tu patineta por mi es algo muy romántico.

Él se rió al notar mi sarcasmo.

Tomo la patineta de mis manos, la puso en el suelo, se montó en ella y la levanto de frente, estuvo varios segundos así. Luego hizo un ágil movimiento y pareció que la patineta se moviera, pero fue tan rápido que no lo pude ver casi. Solo pude oír como giro.

Se bajó y luego le dio con un pie en una esquina y la patineta voló hasta su mano.

–¿Quieres intentar pararte en ella?– me preguntó.

Parece que me leyó la mente. Me dio curiosidad por saber cómo se sentía estar parada en una cosa de esas.

Asentí.

–No es tan fácil como parece– advirtió el. Lo mire incrédula.

–¿Crees que no lo lograre?

–Espero que sí.

Puso la patineta en el suelo y la calzó con sus zapatos.

–Móntate– pidió.

Me acerqué y me monté con mucho cuidado. Él me tomo por una mano. Cuando estuve parada encima de la patineta me soltó.

–No fue tan difícil– dije demasiado orgullosa de mi misma.

–A ver cómo te va sin mis pies– mencionó.

–Está bien...

Retiro sus pies poco a poco. Cuando los saco completamente perdí el balance y la patineta salió disparada hacia adelante mientras yo me dirigía al suelo. Sus brazos me tomaron rápidamente y me puso en pie.

–Tendrás que practicar– advirtió.

Nuestros rostros estaban muy cerca. Recordé la primera vez que nos besamos.

–Aun no me has contestado la pregunta que te hice la otra noche– susurró sin dejar de mirarme.

Alce las cejas.

–Bueno, solo me pediste que te besara. ¿Tengo que tomarlo como un sí?– puso un gesto de confusión.– Estoy muy confundido.

–No fue exactamente un sí– aclaré.– Solo quería saber si realmente te quería.

El asintió con gesto muy pensativo.

Tomó aire dramáticamente.

–Y... ¿A qué conclusión llegaste?

–No lo sé aun– dije asiéndome la confundida, sabía que era lo que sentía por él, solo quería... jugar un poco.

–¿Después de todo...? –creo que se dio cuenta de mi teatro.– ¿Tal vez te ayude si te beso otra vez?

–Tal vez– mostré una sonrisa.

Se acercó lentamente, convirtiéndolo en un momento muy tierno pero desesperante. Al final, yo fui quien se acercó y lo besó. Nuevamente puse mis brazos sobre sus hombros y él me tomo por la cintura.

–¿Ahora puedes llegar a una conclusión?– preguntó cuando terminamos de besarnos.

Aún no había quitado mis brazos de encima de sus hombros y él tampoco había quitado sus brazos de mi cintura.

–Creo que es obvio– contesté en un susurro. Él sonrió y me beso nuevamente.

Róel: La RebeliónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora