4. Ay, mi corazón

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No podía creer que acababa de caer en el truco más viejo de la historia.

«Bien hecho, Jodie. El chico lindo te sonríe y tú le dices que sí a todo ¿No quieres darle el número de tu cuenta bancaria, también?».

Wes no dejó de mirarme de reojo con pena desde que salimos de la cafetería y comenzamos a caminar a paso rápido hacia la cancha de fútbol. Ninguno de los dos habló hasta que el silencio y el enfado se me hicieron imposibles de aguantar.

—¿Me has dado a una pirómana de compañera de cuarto? —pregunté a su lado, con los brazos cruzados por el frío que se comenzaba a sentir.

—No es pirómana. —Wes aceleró el paso cuando la cancha estuvo cerca. A lo lejos fui capaz de ver a un tumulto de gente aglomerada en el centro. Y, más lejos aún, un patrullero de la policía estacionándose del otro lado—. Sólo es un poco...intensa.

—¿Intensa? —Aumenté la velocidad para poder seguir a su lado, anonadada—. Intenso es el café puro, Sullivan. Intenta con otro adjetivo.

Él no volvió a hablar el resto del camino hasta que llegamos al círculo de personas que se había formado en la cancha de fútbol. Empujando y mordiendo, nos abrimos paso entre los espacios que encontrábamos. 

O quizá sólo yo haya mordido.

Necesitaba ver con quién compartiría cuarto los próximos ocho meses.

En el centro, junto a un enorme cesto de basura metálico en el que parecía que adentro algo se estaba quemando, se encontraba una chica. La misma que había visto hace media hora en la oficina del rector. Esa morena de sonrisa amable que llevaba una chaqueta gigante.

Ahora se encontraba sin la chaqueta, dejando a la vista su uniforme de porrista.

«Momento».

¿Uniforme de porrista?

No entendía cómo podía ser posible que Wes fuera amigo de una porrista. Y, aún más grave, no podía comprender cómo es que fui tan idiota como para acabar aceptando compartir cuarto con una de ellas.

Y pirómana.

—¿No puede quejarse por tener a cinco compañeras de cuarto pero hace una protesta en medio de la cancha de fútbol? Qué contraproducente.

Antes de que ella pudiera seguirle diciendo a los demás lo que sea que les estuviera diciendo, Wes llegó al centro y le arrebató el cartel enrollado que estaba usando de megáfono. Los estudiantes lo abuchearon y Amanda intentó alcanzarlo de nuevo, pegando saltitos porque era bajita.

—¡Lárguense! —Les gritó Wes al público, con la pancarta de ella— ¡La policía está aquí!

Al oír las últimas palabras los adolescentes comenzaron a moverse y dispersarse tan rápido que varios cayeron al suelo por los empujones que se daban. Intenté ir contra la corriente y llegar al centro del caos, donde el futuro padre de mis hijos y mi futura mejor amiga estaban enfrascados en una discusión.

«Ella no puede ser tu mejor amiga. Es porrista ¿Dónde has visto eso?».

«Cállate».

Ir en sentido contrario fue la idea más peligrosa que tuve en toda mi vida. Podía oír a algunos gritando que me quitara y, cuando quedaba poco para llegar, un codo kamikaze apareció de la nada para golpear mi ojo.

Esa carrera eterna probablemente no hubiera durado más de dos segundos, pero en mi mente todo se veía tan lento y mortal como en las peleas de la televisión.

Todo por el clichéDonde viven las historias. Descúbrelo ahora