11. El deportista me odia

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Durante toda mi adolescencia viví con la ilusión de que, algún día, esas cosas increíbles que sucedían en las novelas, me pasarían a mí.

Y demostrarle a Wes que cada cosa de la lista que estaba armando podía cumplirse no sólo significaría que tenía razón. Sino también que todo en lo que creía, era cierto. Y que mi vida podía llegar a ser cómo siempre había querido.

Me estuve reuniendo con él durante todas las tardes, aunque no teníamos tanto tiempo, así que apenas conseguíamos hablar de lo más importante en los almuerzos o sentados en algún banco de un parque con los anotadores sobre las piernas. Aunque en muchas ocasiones, por cortesía hacia Amanda, cambiábamos de tema a asuntos de interés general porque sabíamos lo aburridos que podíamos llegar a ser.

Como en ese momento.

Era viernes al medio día, lo que significaba que sólo faltaban horas para que la fiesta de Anton —en la que ni siquiera había participado en la organización— comenzara. Y por esa razón Wes se encontraba de tan buen humor. 

—¿Cómo te va con la lista? —preguntó, sentado frente a mí.

Aparté la vista de mí pollo supuestamente deshuesado con champiñones y miré directo al muchacho, ligeramente molesta por la interrupción.

Toda la mañana había sido una mierda por culpa de la lluvia y el frío que había llegado con ella. El suelo de cada sala mostraba huellas de mugre que íbamos dejando a nuestro paso y apenas sí se era capaz de ver a través de la ventanas. Por esa razón aquel día todo el mundo iba más abrigado de lo habitual y armado con paraguas.

Y él no era la excepción.

La bufanda roja con la que lo había visto el día que nos conocimos cubría su cuello por completo.

A su lado, Amanda revolvía lo que fuera que estuviera comiendo con el tenedor, evidentemente desanimada. O tal vez muy absorta en sus pensamientos. 

Su cabello oscuro y lacio no le caía sobre el rostro gracias a un bonito pasador con flores de metal que no le había visto antes. Y con el brazo que tenía libre tomaba de la mano a su novio por debajo de la mesa, como los había visto hacer en innumerables ocasiones estos los últimos días.

—Acabada y lista para ser utilizada —respondí al tiempo que sacaba la hoja de papel del bolsillo y se la pasaba—. Te patearé el culo.

É la tomó, la releyó y la dejó sobre la mesa, conforme con la nueva versión en la que me había asegurado de no escribir nada sobre porristas y sus relaciones. Sólo para que las cosas no se volvieran a poner incómodas.

Amanda espabiló ante mi amenaza y nos miró media confundida. La misma expresión que pongo yo cuando me acaban de preguntar algo y no tengo idea de qué, por estar pensando en otra cosa.

—¿Qué lista?

Levanté el mentón, orgullosa, mientras él se la pasaba para que la leyera.

—Amanta, estás sentada frente a la próxima autora de un best seller. Puedes decir que me conocías antes de ser famosa.

—"La rubia mala" —leyó en voz alta, soltó una risa y levantó la mano con la hoja para saludar a alguien detrás de mí—.  ¡Eh, Serena! Ven, lee esto.

Aish, maldita.

Su novio se pasó las manos por rostro, como quien sabe que se avecina algo pesado, y antes de que pudiera voltearme para ver a quién le hablaba, serena se sentó a mi lado. Una bandeja del mismo azul que la mesa cayó junto a la mía con la suficiente fuerza como para sobresaltarme.

Todo por el clichéDonde viven las historias. Descúbrelo ahora