30. Mamá, soy famosa

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Se podría decir que el dormir en la misma cama que Mason y despertar junto a él, no nos había unido en absoluto. Es más, creía que había incrementado mi repulsión hacia su persona.

Afortunadamente, las veces que lo cruzaba al día eran casi nulas. Transcurrí parte de la semana sin tener encontronazos con él y sin saber nada, por lo que supuse que, o se había decidido a no hacer pública mi vida, o en su teléfono se encontraba todo y se le había borrado.

Esperaba que fueran las dos opciones.

Choqué con él esa tarde, cuando iba de camino al piso de Anton, pero no dijo nada. Me miró enfadado y siguió de largo, así que no le di mucha importancia, porque también estaba apurada.

Anton acababa de mandarme un mensaje pidiéndome que fuera a su casa lo más rápido que pudiera, que era urgente.

Fui todo el camino preocupada. Podría tratarse de cualquier cosa. No había hablado con él desde su confesión y temía que fuera algo muy serio, como una demanda o qué se yo.

Cuando llegué a la puerta toqué el timbre y su voz me respondió enseguida.

—¿Sí?

—Soy Jodie, Anton ¿Qué...?

—Pasa.

Se oyó un zumbido y empujé la puerta para que se abriera.

El departamento estaba ordenado, a diferencia de la última vez, sólo que las ventanas que daban al balcón ahora estaban abiertas. El sol iluminaba gran parte de la casa.

Sobre un taburete, junto a la barra de la cocina, una radio encendida reproducía una canción muy vieja. Y de espaldas a mí, Anton picaba verduras en la encimera junto al fuego del horno y cantaba al compás de la canción.

Llevaba la sudadera arremangada, un pantalón desgastado su gatita corría alrededor de él, jugando con una pelotita.

Nunca en mi vida había visto a Anton cocinar. Sí pedir comida, pero ¿Cortar verduras en la cocina y usar una olla? Por lo general solía encontrarlo comiendo comida chatarra, así que suponía que no le gustaba cocinar, como a muchos adolescentes.

—¿Qué haces? —Fui directo a la cocina—. ¿Estás loco? Creí que te había sucedido algo, no sé. Que te metiste en una pelea y apenas podías moverte. Que por eso estuviste tan cortante y no me explicaste nada —él se volvió, me sonrió apenas y eso me exasperó— ¡No me mires así! 

Su sonrisa se ensanchó más y rio un poco. Se vía, extrañamente, más tranquilo que de costumbre.

—Ayúdame con las peras —fue lo único que dijo antes de seguir con lo suyo—. Los cuchillos están en...

—Iyídimi quin lis piris —Abrí el primer cajón y saqué uno— ¿Me has traído para que te cocine?

Anton me pasó unas peras ya peladas y las puse sobre la tabla. Me arremangué el polo y dejé mi mochila en el suelo. 

—En realidad, yo te estoy cocinado a ti —dijo a mi lado, sin dejar de cortar la calabaza—. Bueno, si te quedas. Si te vas, entonces tendré que comer yo sólo, porque a mi gata no le gustan las verduras, que digamos.

—Ah ¿Me estás manipulando para que me quede?

—Tal vez.

Estaba segura de que acababa de sonreír, a pesar de no haberlo visto.

Decidí quedarme. 

No sabía por qué de repente se le había dado por cocinar, pero no iba a rechazar una cena gratis. Y mucho menos con Anton.

Todo por el clichéDonde viven las historias. Descúbrelo ahora