9. Me noquean

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Estuve a punto de preguntarle a mi padre si le gustaría conocer a mi compañera de cuarto.

No doy más asco porque no se puede.

Luego de nuestro momento de estupefacción, los dos comenzamos a discutir ahí mismo.

—¿Puedo saber qué diablos haces aquí?

—Sólo estaba tomando algo y divirtiéndome.

—Es día de semana. No puedes divertirte a esta hora. Deberías estar haciendo tus deberes.

—Pero es viernes, mañana no...

—¿Acaso crees que nací ayer? —Arrugué la frente y me crucé de brazos, enfadada—. Chase Morgan, quiero que me des una buena explicación para que estés aquí.

Papá sonrió nervioso, dejó su botella de cerveza en la barra y levantó los brazos un poco para hacer las estúpidas manos de jazz.

—Sorpresaaaa —dijo con entusiasmo—. Vine a saludarte —el volumen de su voz fue decayendo a medida que iba hablando al darse cuenta de que yo no cedía con mi indignación—. Acabo de bajar del avión, de hecho. ¿Quería que fueras la primera en enterarte?

¿Por qué diablos dijo eso como pregunta?

Me aparté un paso y lo observé de pies a cabeza. Tenía cuarenta años, no veinte. No podía ser posible que lo haya confundido con un universitario. Debía ir al oculista.

Lo que sucedía era que, con aquella chaqueta negra de estrella de rock, su cabello castaño revuelto, la complexión delgada que tenía y la postura encorvada que había adoptado mientras bebía, lucía más cómo un maldito adolescente.

—Y dime, papá ¿Dónde están las maletas?

Él se limitó a alzarse de hombros, como si no le importara en absoluto.

—¿Cómo quieres que lo sepa?

De haber estado el tío Dean allí, seguramente habría dicho que saqué la estupidez de papá.

Pero no le creía. Estaba segura de ser la persona que más conocía a mi padre y sabía cuándo él mentía y cuándo no. Sólo era cuestión de mirarlo un rato fijamente y alguna expresión lo delataría.

—Me estabas espiando ¿Verdad?

—Yo...

—Espera —entrecerré los ojos y miré por encima de su hombro, a una mujer sentada en la barra. Parecía normal, de treinta o cuarenta años, bebiendo algo de una copa. Pero la cámara de su teléfono nos estaba apuntando, aunque ella no estuviera mirando la pantalla directamente—. Ven.

Lo tomé del brazo y jalé para que me acompañara. Él, al ver mi rostro, me siguió sin vacilar y dejó la botella vacía sobre la mesa de alguien más.

Pasamos entre las personas hasta que encontré una salida. Daba a un pequeño patio sin techo donde habían montones de cajas de bebidas amontonadas, una sobre la otra. No debería tener más de cuatro o cinco metros cuadrados, con las paredes de ladrillos altas y sin lugar para apoyar el trasero.

Era el tipo de sitio a donde iban los empleados a fumar. De hecho, habían colillas por todo el suelo.

—¿Qué sucede?

Cerré la puerta detrás de nosotros.

—Nos estaban grabando.

Puede que para papá fuera algo natural que lo siguieran a cada lugar que fuera. Él siempre llamaba la atención y no le importaba. Pero para mí significaba el fin del mundo. Odié toda mi vida las cámaras y ahora tengo un miedo irracional hacia ellas. No me gustaba que me vieran más de lo usual o hablaran de mí.

Todo por el clichéDonde viven las historias. Descúbrelo ahora