5. La típica rubia mala

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Durante los siguientes veinte minutos me quedé sentada en la litera y oí cómo Wes le contaba a Amanda la historia de cómo nos habíamos conocido y de cómo se le ocurrió a él que sería una gran idea que las dos compartiéramos cuarto. Incluyendo, claro, la parte en la que yo estaba de acuerdo con eso.

Mientras escuchaba de vez en cuando las risas que ella soltaba, me imaginaba mentalmente golpeando mi cabeza contra la pared llena de humedad hasta hacer un agujero y poder escapar.

No podía creer que fuera a compartir cuarto con una porrista que había armado un escándalo porque no le gustaba lo que decía un cartel sobre el cabello. A medida que pasaba el tiempo la idea se me hacía cada vez más terrible ¿Y si Wes iba a verla a menudo? Y ¿Por qué diablos un chico cómo él andaba con una chica como ella?

Estaba demente. Quizá por eso se portaba amable conmigo.

Creí que sería capaz de pasar la noche allí, pero después de un rato ya había comenzado a golpear los barrotes con mis uñas, a falta de una taza de lata, y me estaba replanteando el llamar a Anton para que me sacara. Pero eso sería interrumpir lo que fuera que estuviera haciendo con la chica con la que había salido.

Entonces, como caído del cielo, llegó un oficial y abrió la celda para anunciar que habían pagado nuestra fianza.

—Ya era hora. —Amanda se me adelantó y pasó muy cerca del sujeto—. Estaba a punto de recurrir al canibalismo.

Sus brazos chocaron.

¿Acaso quería que nos volvieran a encerrar?

No comprendía a esa chica en absoluto. Por momentos era amigable y adorable, luego se convertía en una loca poseída 《satán 666》, para finalmente tranquilizarse de nuevo.

¿No podía ser una sola cosa, como las haditas de Peter Pan?

—Me habría gustado haber visto eso —bromeó Wes.

Me crucé de brazos y los seguí.

Estúpido y sensual Wes Sullivan.

Sabía que todo era demasiado bueno para ser cierto.

Lo único que me quedaba era resignarme. No estaba disponible. Punto.

Pero, ahora mismo, quería volver a mi cuarto y acostarme sin haber desempacado nada.

Cuando nos devolvieron nuestras cosas, lo primero que hice fue revisar mi teléfono para asegurarme de que mi familia no estuviera enterada de lo que había sucedido.

Tomé como buenas noticias el no encontrar ningún mensaje de mi madre con la leyenda «Voy a matarte» o alguno de sus derivados.

Seguí caminando con la vista puesta en la pantalla, porque tarada se nace, y mi cabeza acabó chocando con la espalda de alguien. El teléfono cayó al suelo y se desarmó. La carcasa fue a parar a dos metros, la batería un poco más cerca y la pantalla se agrietó.

«Estúpida, tu dignidad, idiota».

Me agaché para recoger cada una de las partes mientras resoplaba. La persona con la que había chocado, en lugar de ayudarme, se alejó unos pasos como un cobarde. Wes, en cambio, se hincó frente a mí y me alcanzó la carcasa del teléfono.

Levanté la cabeza para sonreírle a modo de agradecimiento y estiré el brazo para agarrarla, pero cuando la tomé, él puso su otra mano sobre la mía y se quedó mirándome.

—Lamento haberte metido en esto —dijo en voz baja, mientras yo luchaba para no bajar la vista a nuestras manos—. Espero que no te hayamos asustado. —Sonrió apenas un poco, de lado, y un pequeño hoyuelo se le marcó en la mejilla.

Todo por el clichéDonde viven las historias. Descúbrelo ahora