6.Me dicen Hannah Montana

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Nunca creí que diría algo así, pero cuando llegó la semana, casi lo festejé.

Esa noche había sido una de las más extrañas de toda mi vida —porque nunca hice nada emocionante— y quería que terminara lo más rápido posible.

La primer clase del viernes no era hasta después del mediodía, así que, luego de mandarle todos los horarios al tío Dean, decidimos que los viernes por la mañana serían de ensayo con Anton.

Pasé por una cafetería para comprar bebidas y comida para todos y caminé las calles que quedaban hasta el estudio de grabación, media dormida.

Eran las ocho de la mañana en pleno centro. Estaba atestado. 

Por lo general, para ir con el tío, suelo arreglarme un poco más que de costumbre. Uso pantalones más nuevos, tenis más limpios y camisetas sin arrugas. Desgraciadamente no puedo llevar gorros, porque Dean dice que no son adecuados, así que acabo escondiendo mi cabello en un moño mal hecho o una trenza que se acaba deshaciendo a los diez minutos. Las sudaderas eran mi refugio favorito.

Amaba el amarillo, pero era un color demasiado chillón y la simple idea de usarlo hacía que entrara en pánico.

Cuando por fin llegué y entré a la sala de ensayos que nos correspondía, Anton y los chicos de los instrumentos ya estaban, pero mi tío no.

Dejé la caja con los cafés y los pastelitos sobre la pequeña mesa redonda que estaba junto a la pared, agotada, y levanté la mano para saludar a los chicos que estaban en la sala de grabación, a quienes podía ver gracias a una enorme ventana.

Las paredes, azules, eran tan oscuras que me daban ganas de sentarme bien y echarme una siestita hasta que Dean llegara. Pero conociéndome de seguro sucedía un desastre mientras dormía, como la tercera guerra mundial, y me echarían la culpa a mi. Así que me limité a sentarme y beber.

—¿No has traído donas, mugrosa?

Levanté la vista de mi jugo de manzana y me encontré con los ojos azules de mi amigo. Observaba las bebidas con la frente un poco arruga, como si intentara leer las etiquetas diminutas desde aquella distancia.

—¿Las pagarás tú? —Di otro sorbo a mi jugo y él se sentó frente a mi—. Espero que la hayas pasado genial con esa chica el domingo, porque estuve a punto de llamarte unas cien veces.

Anton bajó un poco la cabeza y me sonrió antes de sacar un pastelito. En lugar de devorarlo en uno o dos bocados, como probablemente haría yo, arrancó un trozo para jugar con él y partirlo en pedazos más pequeños.

—Pensé que ya habíamos superado esa etapa de obsesión insana hacia mi, Jodie ¿Has estado faltando a terapia? —Levantó la vista y se metió un trozo en la boca—. Para que sepas, no la pasé genial con nadie. La chica me plantó.

Ladeé la cabeza sólo un poco, como suelen hacerlo los perros, pero no dije nada.

Si había algo que le molestara de verdad a Anton, además de no ser el centro de atención, era que lo dejaran plantado. Lo hacía sentirse un imbécil cuando sucedía y, por lo general, estaba los próximos días de muy mal humor. Aunque intentara disimularlo con cortesía.

—¿Cómo se llama la chica sabia? —lo molesté.

A Anton no pareció afectarle mi comentario.

—Gertrudis o algo así —respondió distraído

—¡Jodie!

Detrás de mi amigo apareció Brett, el baterista. Tomó uno de los pastelitos y le dio un gran mordisco, contento de verme.

Todo por el clichéDonde viven las historias. Descúbrelo ahora