Javier debía haber llegado a casa y ella se apresuró en regresar, meditando por el camino qué hacer con él. No podía creer que hubiese empezado a hacer campana ya, esperaba que, si alguna vez eso sucedía, tuviese como mínimo catorce años o así, no con once. Se sentía decepcionada y se recriminaba por no haberse dado cuenta. ¿Qué más debía habérsele escapado? Debía pensar un castigo y estaba claro que no volvería a confiar en él en mucho tiempo, no al menos en lo que a asistencia a clase se refería.
Compró pan en la panadería de su barrio, donde era más barato. Tres baguettes por un euro, no estaba nada mal, y más teniendo en cuenta que en la zona una barra de cuarto valía eso justamente. Así le cundía más y podía congelar y tener a mano pan en cualquier momento.
Cuando entró en el piso, del cual ya comenzaba a despedirse en silencio y secreto, encontró a Javier haciendo su cama y organizando el dormitorio. Marcos iba dormido y prefirió dejarlo así mientras preparaba la comida, para hacerla con menor nivel de estrés. La charla con Javier la pospuso para después, no sabía aún por dónde coger el tema.
Comieron en silencio, uno bastante incómodo, a decir verdad. Javier la observaba de reojo, sin atreverse a abrir la boca pues sabía que no saldría bien parado de aquella. Mara se ocupó del pequeño y lo puso en el andador mientras lavaba los platos. Finalmente, se animó a encarar al mayor de sus hijos, ardiendo por dentro a causa del disgusto.
— Javier, ven al salón —ordenó—. Ahora.
— Voy —musitó él.
— ¿Qué leches pasa contigo? ¿En qué pensabas?
— Lo siento —se limitó a decir.
— Lo siento no me sirve, Javier. No me sirve de nada. ¿Cuántas veces lo has hecho? —Él no respondió— Javier Hernández Castillo, te estoy haciendo una pregunta, ¡y exijo una jodida respuesta!
— Algunas veces —respondió secamente el niño.
— ¿Cuántas?
— ¡No sé! Unas cuantas, durante este curso.
— ¿Y antes?
— No, sólo este año, mamá. Desde las vacaciones de navidad —ella sintió eso como un balde de agua fría.
— ¿Desde el trimestre pasado? ¡¿Qué mierda?! —Explotó— ¿Y cómo no se me ha avisado de la escuela?
— Yo... entregué justificantes —confesó él, sin aparentar demasiada vergüenza.
— Que... ¿Que tú qué?
— ¡Lo siento! De verdad, mamá, lo lamento. No lo haré más.
— No pretendes que confíe en eso, ¿no? No puedo creer lo que has hecho, Javi; no puedo. A partir de ahora se ha terminado el ir solo al colegio, iré yo contigo cada mañana, así pierda tiempo a primera hora para buscar trabajo iré contigo.
— Buscas todos los días y no te sale nada, ¿acaso aún tienes esperanzas en encontrar algo? —Golpe bajo para Mara y, peor aún, procedente de un chiquillo de once años— Deberías rendirte...
— ¿Y quién te dará de comer? ¿Y quién se encargará de que tengáis lo que os hace falta, Javier? Las cosas no son tan simples, hijo.
— Ahora no me vayas a decir eso en serio —le espetó el niño, al cual el cambio de tema le había salido a las mil maravillas—, porque mi padre te da dinero para las comidas, y el de Marcos también.
— ¿Deliras? —Bramó ella— ¿De dónde has sacado esa mentira? ¡Tu padre! Él no da nada a nadie de esta casa. ¿Quieres saber cómo son las cosas realmente? —Saltó fuera de sí.
— No.
— ¡Pues te fastidias! Ahora me hartaste, Javier, y me vas a escuchar hasta que se me de la real gana, mocoso —espetó furiosa—. Tu padre, desde que lo dejé, no ha dado ni un céntimo para ti aparte de la parte que le toca del material escolar. Ni para comida ni ropa, ni para tus reyes siquiera. ¡Te los compré yo! ¿Y sabes qué? El padre de Marcos nos paga este techo, pero no será por mucho más porque ya tampoco puede. Él paga el alquiler para que ambos tengáis dónde dormir, y los gastos y la comida los pago yo. ¿Con qué? Con lo poco que saco por los escasos dos días que logro trabajar al mes, y eso si tengo suerte. Si no es la tía quien nos ayuda. Así que no vuelvas a mencionarlo porque me hierve la sangre —él no medió palabra y apartó la vista—. Y respecto a ti, ya tengo castigo, y te aviso desde ya de que no te conviene seguir cabreándome.
— ¿Qué castigo tengo?
— Estás castigado a todo —comenzó a enumerar—. No consola, no tele, no juegos ni juguetes. No parque y no biblioteca. De casa al colegio y del colegio a casa. A partir de ahora seré tu sombra, hasta que me demuestres que eres responsable.
— ¿A todo? ¡Te has pasado! ¿Hasta cuándo? —Replicó cabreado el niño.
— Todo este mes, te portes como te portes será todo el mes.
— ¡Veintidós días!
— ¡¡Sí!! Y punto. Ya has replicado suficiente. Ahora te vas a tu cuarto y no quiero oírte en lo que queda de día.
— Joder.
— ¡Esa boca! —Él puso cara de furia— Y otra cosa. Hoy hay reunión de vecinos, te quedarás con tu hermano mientras yo voy —él abrió la boca dispuesto a quejarse, pero ella lo detuvo—. Ni te atrevas a poner pegas, porque no te lo estoy pidiendo de buenas, sino mandando de malas. Haz pronto tus deberes, la reunión es a las siete.
— Vale...
Acto seguido, el chiquillo se encerró en su cuarto y ella suspiró derrotada. Comprobó que Marcos dormía, regreso a la cocina, puso el tapón de la fregadera, abrió el grifo y rompió en llanto. El sonido del agua opacaba medianamente sus sollozos y sus hipidos, el dolor sentimental que la embargaba era más de lo que podía y quería soportar, pero allí estaba, escondiéndose en su cocina para que sus hijos no descubrieran lo hundida que estaba. Se deshizo en lágrimas y se ahogó en ellas hasta que éstas dejaron de fluir y de anegar sus ojos. Cuando sintió que todo era algo más llevadero, cerró el grifo sobre la fregadera casi llena. Abandonó la cocina, cerrando la puerta tras ella, y se dirigió al sofá, donde cayó rendida.
La tarde transcurrió tal como se preveía: estresante. Llegó la hora de la reunión de vecinos y Mara no tenía ganas ningunas de asistir. El motivo era simple; debía dinero. Odiaba que le pusieran la cara roja de vergüenza al recordarle que no pagaba sus cuotas, pero es que no podía. En un principio iba a encargarse el propietario del piso, cuando lo cogió con Raúl, el padre de Marcos y, en la actualidad, su ex. Durante un tiempo fue el arrendatario quien pagaba la dichosa cuota mensual de comunidad, pero al hacer la revisión en enero decidió que fuesen los inquilinos los que corriesen con ese gasto, así que no les quedó de otra que pagarlo religiosamente cada mes. Cuando la relación de Raúl y Mara se fue a pique, él se ofreció a mantenerles el piso para que no quedasen en la calle, pero nada más. Por eso, desde que él había abandonado la vivienda, ella había dejado de realizar el pago de la cuota comunitaria ya que era demasiado alta y no tenía medios para cubrirla. Con los escasos ochenta euros que sacaba por hacer de promotora dos días al mes, si había suerte y la llamaban, le llegaba para la compra y ni eso. ¿Cómo iba a cubrir los cincuenta euros que le pedían? Era matemática y físicamente imposible hacerlo y, obviamente, pasó a ser lo último de su lista. Primero la compra, después las facturas con las cuales hacía verdaderos chanchullos y malabarismos para evitar cortes y después, al final de todo, gastos como la puñetera cuota comunitaria.
Le daba vergüenza y verdadero apuro no poder ir al día con sus pagos pero, desgraciadamente, no le quedaba más opción.
Avisó a Javier para que cuidase de Marcos, se adecentó y bajó a la portería, cinco minutos antes de la hora, dispuesta a enfrentar a los pocos vecinos que tenía, pues era un edificio de tres plantas con dos pisos en cada una, lo que sumaba un total de únicamente seis viviendas. Sería ella contra los propietarios de las cinco viviendas, pero le sonaba que había otros dos que no pagaban tampoco. La reunión se avecinaba interesante. <<Interesante y vergonzosa, Mara>>, se dijo a sí misma en el momento en que sintió los ojos del presidente de la comunidad sobre ella.
— Demos comienzo a la reunión —anunció el susodicho.
Todos asintieron y se dispusieron a escucharle.
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✔️¡Ya era hora, Mara!
ChickLitMara, con dos hijos y una difícil situación sobre sus espaldas, se siente completamente sola. Siente que no ha vivido correctamente su vida, que ya es tarde y que jamás encontrará quien la quiera. ¡Menos a ella y sus dos hijos! Nuestra protagonista...