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Mara fue la única que cuidó ese hijo, la que lo alimentaba, bañaba y vestía. Fue quien le enseñó a andar, a hablar, a lavarse los dientes y a usar el orinal y el baño. Fue solamente ella la que lo atendía, aun estando Manuel presente. Cuando trabajaba y el niño iba ya a la escuela, ella lo dejaba en el servicio de acogida matinal del centro a las siete y media de la mañana, tomaba el autobús rumbo al trabajo diez minutos después y no regresaba a casa hasta la diez de la noche. Entonces, a su regreso, debía realizar las tareas domésticas y cuidar del niño quien, para pesar de Mara, estaba aún sin bañar ni cenar. Cuando fue pasando de curso y le daban deberes para hacer en casa, era ella y nadie más quien le ayudaba, mientras lo que fuesen a cenar estaba al fuego. Manuel se dedicaba a jugar al ordenador, ignorando al pequeño por completo tras recogerlo del colegio.

En un momento determinado, Mara fue consciente de que él, encima de todo, la engañaba con otra y la hirió con ello, pero se mantuvo fingiendo ignorancia al respecto. Aun así, cuando no estaba cerca suyo, ella lloraba de impotencia y rabia. Ya no porque lo quisiera, sino por lo terriblemente humillada que se sentía por culpa de aquel tipo que era no más que un bueno para nada. Lo habló todo con una vecina, la cual resultaba ser la tercera persona en la relación a quien ella, ilusa, había considerado amiga suya. Se sintió traicionada a más no poder y esa falsa amistad murió al mismo tiempo que los pocos sentimientos que pudieran quedarle por él, mientras ella se encerraba en sí misma gradualmente. Tras discutirlo y de forma casi obligada, siguieron juntos, aunque eran más compañeros de piso que pareja. Él comía y cenaba frente a su adorada computadora, como venía haciendo desde siempre; dormían en la misma cama, pero sin tener contacto y durante el resto del tiempo hablaban con cierta normalidad para que simplemente todo fuese algo llevadero.

Ella perdió el trabajo y pasó a tener demasiado tiempo libre, lo que la llevó a disponer de calma y espacio para aclarar sus ideas y, entonces, decidió que ya era hora de hacer un alto, obligado, en aquel tortuoso camino. Cuando lo dejó fue un suplicio. Se sintió liberada pero las cosas fueron duras, más de lo que hubiese cabido esperar.

Javier llegó a casa y se acercó a su madre para avisarle de que ya estaba allí, sacándola así del encierro de escritura en el que estaba inmersa. Ella, apenada, le hizo sentarse en una silla.

— Javi, escucha —Empezó. Él creyó saber lo que le iba a decir pues no era la primera vez, ni sería la última, que la veía con aquella expresión abatida adornando su semblante. Puso mala cara mientras obedecía y aguardó.

— ¿Qué?

— Tu padre no va a venir a buscarte hoy —Optó por ser directa.

— ¿Vendrá mañana? —Preguntó por si las moscas, aun sabiendo que la respuesta era negativa.

— No, hijo —Le tomó la mano con cierta dulzura, tratando de ser afectuosa para ver si aquello le hacía menos hiriente la conversación.

— Otra vez... —Masculló el niño.

— Sí —Alcanzó a responder ella con un nudo imposible de deshacer en la garganta.

— ¿Y por qué esta vez?

— Tiene planes con Raquel y Daniela.

— ¿Y yo no puedo ir?

— Según él, no. Quería recogerte la próxima semana, pero sabes que hemos quedado, así que le he dicho que no. Esperaba que así también se animase a venir a por ti en esta ocasión.

— ¿Qué? ¿¿Por qué?? ¡Yo quiero verlo! —Replicó él.

— Javi —pronunció, manteniendo aún la calma—, tenemos la fiesta de la tía el sábado y el domingo la excursión.

✔️¡Ya era hora, Mara!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora