Con Las Cartas Sobre La Mesa

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Capítulo Treinta


Adam Blake

Y claro, cuando las puertas del elevador se cerraron, el rostro de Angelina cambió drásticamente; por uno más serio. Sus cejas se habían puesto ligeramente fruncidas y sus labios se notaban tensos. Casi podría apostar que se arrepentía y preguntaba qué demonios había pensado al haber aceptado irse conmigo.

Yo era un maldito depredador, y ella, un tonto y torpe carnero.

Dio un pequeño brinco cuando sonó el timbre del elevador al detenerse, estaba desprevenida y su mente estaba quién sabe dónde. Las puertas se abrieron lentamente y su mirada se fijó en la mía, yo sonreí a mis adentros. Un movimiento de cabeza y ella con nerviosismo avanzó, lenta e inseguramente, quedando tras de mí. Busqué las llaves de la puerta del departamento en cada uno de los bolsillos de mis prendas, había bebido, claro, pero no como perderlas. Ella movió sus ojos de un lado a otro, inquieta, y suspiró con fuerzas cuando di con las llaves, entonces abrí la puerta, entré y ella lo hizo tras de mí.

Todo en el departamento estaba completamente a oscuras y, la única luz que entraba, era la de la luna, que se colaba por la delgada cortina del ventanal de la sala. Ella se quedó de pie junto a la puerta y yo posé mis manos sobre la muralla, a cada lado de sus hombros, dejándola atrapada con mi cuerpo. La vi hacia abajo por la diferencia de estaturas que existía entre nosotros, y ella alzó la mirada cuando estaba a punto de decirle lo estúpida que había sido por estar ahí, por dejarse influenciar tan fácilmente por un beso y una exigida respiración. Quería pedirle que fuera más cuidadosa. Que un par de tragos y cualquier oportunista se la llevaría quizás a qué lugar y solo el diablo sabría qué le pasaría. Pero, todo eso, esa patética lección que quería darle se fue a la mierda cuando la leve luz de la luna la hicieron verse más atractiva que nunca.

Oportunista.

Poco a poco me acerqué a ella hasta que nuestras narices se rozaron y nuestros alientos chocaron en la intimidad de la oscuridad. Posé mis manos sobre las mejillas de Angelina, acariciando su piel con mis dedos pulgares y sin despegar ni un instante mis ojos de los de ella, viajando a sus labios y viceversa. Me acerqué un poco más y la besé lentamente en un cuidadoso beso y ella cerró sus ojos. Ni un esfuerzo y mi lengua ya estaba dentro de su boca, chocando con la de ella. Una suave mordida sobre sus labios y ya era mía. Los brazos de Angelina me rodearon y yo posé mis manos a su cintura, al mismo tiempo que me pegaba a ella... Y las cosas se me escaparon de las manos.
El beso que en algún momento había sido tierno y lento poco a poco fue cobrando fuerzas, esa fuerza que te envuelve tan fuerte que te hace perder la maldita conciencia. Una de mis manos se enredó en su largo y ondeado cabello cuando mi boca deseó comer del todo sus ya hinchados labios.

—Adam... —Angelina me nombró en un susurro, uno que no era de queja, uno tan rico que sólo me dejé llevar.

La recargué de repente, con mis manos firmes en su cintura; ella tan pequeña y tan liviana, rodeó mi cintura con sus piernas y así me la llevé hasta el dormitorio, caminando por la oscuridad y agradecido de que nada se interpusiera en mi camino. Abrí la puerta y sin dejar sus labios la recosté con delicadeza sobre el suave colchón. Ella sonrió y eso sólo me incitó a continuar. La misma luz lunar que se filtraba por las persianas nos alumbró en la oscuridad de la habitación, mientras ella no hacia nada más que verse malditamente inocente, con sus largos cabellos regados por mi cama.

Posé dos de mis dedos en el principal botón de mi camisa y un golpe llegó a mí cuando tenía su mirada encima.

Negué en silencio.

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