Día 2

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05:57 me desperté de pronto, asustada, transpirando y llorando. Miré hacia mis costados, las chicas estaban bien, estaban durmiendo. Me calmo y otra vez hundo mi cabeza en la almohada.

Siete y cuarto salíamos del hotel, y vi la nieve por primera vez. Sonriendo de oreja a oreja vi cómo caían los pequeños copos de nieve y extendí mis manos para agarrarlos con los guantes que llevaba puesto. No sentía tanto frío con la campera térmica que nos dio la empresa. Me agaché, y para sorpresa de Guido, que estaba detrás de mí, apenas incorporarme le tiré una bola de nieve, y sobresaltándose, hizo lo mismo, y así, todos empezaron con el juego.

Guido me llamó por mi nombre y yo me di vuelta, me sonrió y luego corrió hacia mí, me agarró las piernas y me tumbó al suelo, quedando arriba mío. Se me aceleró el corazón, y de un impulso lo agarré por la nuca y lo besé, haciendo fuerza con mi cuerpo hacia un costado, para que yo quede arriba de él. Sin separarme del beso, busqué con mi mano un buen montón de nieve, y cuando me separé, me levanté de golpe y se lo tiré. Él reía aún tirado, y yo salí corriendo, sonriendo como una tonta. Qué feliz me hace...

O me hizo.

¿Y yo?, ¿Le hago feliz?.

Digo... ¿Le hice feliz?.

Me intrigaba saber si a él le pasaba algo conmigo, algo lindo, algo fuerte, pero no pregunté nunca nada por miedo. Miedo. Odio el miedo. Por el miedo nunca nos atrevemos a lo que queremos hacer. Sin duda la persona que más admiraría sería aquella que avanza a pesar del miedo.

Pero así estaba bien, como una cobarde, pero bien. Me gustaba que él me buscara y me besara, que me diga cosas tiernas y agradables. Pequeños detalles, si es que se podrían decir pequeños, que me alegraban el resto del día.

Un rato después todos se limpiaron, todavía tentados, y los coordinadores nos indicaron, luego de tirarnos también nieve, que subiéramos al colectivo.

Partíamos hacia el Cerro Catedral.

Abrí los ojos como dos huevos a ver el inmenso y precioso lugar cubierto de nieve. Desde donde estaba, se podía observar la altura de la enorme montaña, y también las aerosillas con las pequeñas personas dentro. Y una vez más hice mi gran costumbre de sonreír y morderme el labio.

Todos, luego de un rato de aprender a esquiar torpemente, caernos, y chocarnos, nos encaminamos hacia las aerosillas. Tenían dos asientos cada uno, y por una "extraña" razón, todas mis amigas se subieron con otros amigos, dejándonos justamente a Guido y a mí sin ninguna otra pareja.

La vista desde lo más alto era increíblemente hermosa y aterradora. Miraba hacia abajo, temblando, y no precisamente por el frío.

-¿Tenes miedo? –Me preguntó Guido, dándose cuenta de los cuarenta y pico de mohines que iba haciendo. Reí nerviosa y asentí. Él también rio. –¿Te digo algo? Yo también estoy cagado. –Dijo y nos empezamos a reír. –Mirame –Busqué sus ojos y lo miré, casi sin pestañear. Estoy... o estaba... completamente enamorada. Sus ojos me miraban con una dulzura que simplemente no puedo describir. Su nariz... su boca... recuerdo sus labios besando los míos... suaves.

-Esto está mejor –Dijo él, y me agarró la mano... me agarró la mano como la última vez... Sonrío. –Me encanta cuando sonreís y dejas mostrarla. Pocas veces lo haces sin taparte. A veces pasas tu lengua por los dientes para desarmar la sonrisa, otras veces te rascas la nariz y tu mano tapa la sonrisa, y la mayoría de las veces solo mordes tus labios para desarmarla. ¿Por qué lo haces, si es tan hermosa tu sonrisa? –Yo solo levanté mis hombros sin saber el porqué. Aunque si lo sé. Me incomodaba que la gente mi mirase. Pero con él, no me sentía así. De él me encantaba que me mirara.

-A mí me encanta todo de vos –Solo contesté. Esa sensación que produce en mí. Producía... perdón.

Sonrió e inmediatamente me tranquilicé, olvidándome por un instante que seguíamos en la aerosilla aterradora.

-¿Ah, sí? ¿Cómo qué, Srta. Lasserre?

-Me encanta que sigas sin saber nombrar mi apellido –Reí.

-Me encanta como manejas tus labios y tu lengua cuando decís una palabra en francés. –Me dijo, y yo seguí su juego.

-Me encantan cómo te brillan los ojos cuando estás feliz –Dije, totalmente sincera.

-Me encantan tus pestañas largas.

-Me encanta cómo te queda la barba de pocos días –Sonreí, y acaricié su mentón con mis dedos.

-Me encanta tu voz suave, me encanta el sonido de tu risa.

-Me encantan tus ojos –Dijimos al mismo tiempo.

-Tus labios... -Dijo rozando mi labio con su pulgar, produciéndome un escalofrío en todo el cuerpo.

-Tus labios cuando me besan –Concluí, y nos besamos apasionadamente, y cuando nos separamos, apoyó su frente en la mía. -Estás helado... -Dije y me reí fuerte.

-No precisamente... -Contestó luego, y alcé y bajé las cejas, pícara.

Y así, envueltos en la nieve que caía arriba nuestro, volando en los aires de San Carlos de Bariloche, con una vista increíble, lo besé de vuelta, suavemente.

-Qué feliz me haces –Me dijo, separándose centímetros de mi labio, recorriendo con sus manos mis mejillas.

-Y vos a mí –Apenas alcancé a decir, que me besa otra vez, ambos deseándonos, ambos con un fuego que nos recorrió todo el cuerpo.

-Je t'aime –Escuché cuando se había se había separado de mí, luego de unos minutos de silencio. –Te amo, Mar –Repitió, riéndose, como liberándose. Y sin parar de mirarme. Y yo estaba totalmente paralizada. Sentía que mi corazón se estaba por salir de mi pecho, y temblando de felicidad simplemente lo abracé, sonriendo. No me salían las palabras. No paraba de sonreír, de mirarlo, de tocarlo, de amarlo. Y él estaba igual. Y solo me acerqué, besándolo con dulzura. Con todo el amor que sentía.

¿O sigo sintiendo?

Un beso lento, suave y sincero, diciendo "Te amo mucho más" solo con aquella tierna caricia. Y por primera vez, de todos los besos que nos dimos, sentí que sí era correspondiente.

Justo cuando me separé y abrí la boca, para ver si podía por fin decir algo, un señor de unos treinta y tantos años, gritó:

-¡Salten!

Todo parece un sueñoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora