El libro me enganchó.
Con un poco de imaginación creé un sillón en el gran banco del ventanal, lo suficientemente cómodo como para leer en presencia de todos los rascacielos que rodeaban el 432 de Park Avenue. Apoyé la espalda en el marco de la ventana y estiré las piernas envueltas en una manta. Tenía en las manos ese trocito de papel que me había vuelto loca. ¡Sesenta y dos páginas en una mañana! No había leído yo eso ni en una semana. ¿Cómo podía ser tan adictivo? Había descubierto que todas aquellas citas de Séneca relataban muy brevemente una realidad vista desde un punto filosófico. Y además conseguían hacerte reflexionar detenidamente sobre aspectos de la vida, como la felicidad, la tristeza. Muchas de ellas parecían refranes y otras simplemente un juego de palabras sencillo y cautivador. Me grabé en la mente las frases que más me llamaron la atención.
Esmeralda se fue dos horas después, yo estuve no sé cuánto tiempo sentada y leyendo. Ni siquiera me percaté de su llegada. Tuvo que aclararse la garganta para que le mirara. Entonces sonreí al verle en la entrada del salón, con su abrigo y su traje.
Dejé el libro abierto y boca arriba en el banco y salí de la manta levantándome de un salto. Crucé la distancia que nos separaba corriendo y me arrojé a sus brazos amarrándome a él igual que un koala. Al principio no se movió hasta que se obligó a rodearme. Estuve muy cerca de su cuello, de su aroma, y eso me hizo aprovechar los únicos tres segundos que duró el abrazo.
—¿Se puede saber qué te pasa?
Me dejó sobre el suelo y evadí contestarle mirando a otro lado.
—Llevas las gafas —murmuró casi contento.
Enseguida sentí cómo me sonrojaba. ¿Por qué me sentía tan intimidada a su lado? Tan diminuta, tan acalorada, tan estúpida.
—¿Estabas leyendo mi libro?
Y otra vez silencio.
—¡Por el amor de Dios, Ela! ¿Vas a contestarme alguna pregunta?
Le miré a los ojos, vacilante. Él se perdió en mi mirada durante minutos. Al final mis labios susurraron:
—«La felicidad no mira de donde nace sino a donde puede llegar».
—Toda una filósofa —me premió sonriente.
—Me gusta tu libro —confesé rascándome la nuca de puro nerviosismo.
—A mí que te guste.
Ay, Dios. Otra vez ese latido descontrolado dentro de mi caja torácica.
—¿Has estado toda la mañana leyendo? —quiso saber mientras se quitaba el abrigo y los guantes.
«Y echándote de menos» respondí en mi mente lo que de verdad quería contestarle y la falta de valor me lo impedía.
—Y durmiendo.
—No me extraña viéndote con esos pelos.
¿Esos pelos? En los segundos que estuvo dado de espaldas mientras se quitaba el abrigo aproveché para aplanarme la melena de leona que tendría. ¡Qué vergüenza!
—¿Y tú que has hecho toda la mañana? —me crucé de brazos y me apoyé en el respaldo de un sillón individual.
—Aburrirme, estresarme... —se estancó al fijarse en mi atuendo—. ¿Esa camiseta es mía?
Agaché la mirada hacia mi pijama. Una camiseta blanca con unas letras extrañas en rojo. Se la había quitado a escondidas pues su sudadera me daba demasiado calor. Me quedaba gigante, tanto que podía hacerse pasar por un camisón.
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100 Preguntas para Blake
Romance1. Blake no es amable 2. Blake no quiere ser tu amigo 3. Blake tiene problemas (grandes problemas) 4. ¿Por qué sigues insistiendo en conocerle? 5. ¿Por qué él? Aunque intentó hacer caso a la parte más racional de mi cabeza, no puedo. Y quizás me hab...
