Capítulo 27: Cerrando un corazón y abriendo otro

84 9 3
                                    

—Mierda, Diego no tiene gracia.

Diego abre la puerta y entra una oleada de frío polar. Tiene la nariz roja y los ojos llorosos por el viento.

—Hay un hostal a unos metros. Parece seguro y confortable. Lo hemos revisado de arriba abajo. Nada peligroso.

—¿Y el coche? —pregunta Hugo.

—No creo que nadie nos robe con este temporal, pero por si acaso llevaros todo lo comestible. Cop dice que tendremos que quedarnos hasta que la ventisca amaine. ¡Y unas buenas mantas! Os vais a helar.

Cuando se aleja para abrir el maletero, Marcos aparece detrás y mete la cabeza en el coche para coger en brazos a la chica desconocida. Cierra la puerta detrás de él y Minnie empieza a ponerme un gorro.

—Estás muy débil. Tú más que nadie puede coger una neumonía, así que nada de pucheritos adorables.

Me da un pellizco en la nariz y trato de no quejarme. Después de ponerme otro anorak y una buena bufanda me dice que baje y coja unas mantas.

Al salir, el frío me quita el aire de los pulmones. El viento empuja copos de nieve que parecen pequeños alfileres sobre mis mejillas. Cuando voy caminando hacia el maletero la nieve me llega hasta las pantorrillas.

—¡Sigue a Marcos! —grita Diego y me pasa un montón de mantas que casi me dificultan la visión.

Me cuesta ver la figura de Marcos a lo lejos. Tengo que seguir sus pasos sobre la nieve para saber dónde ir. Después de lo que parece una eternidad caminado por la nieve, llego hasta un portal. La puerta está entreabierta. Me quito la nieve de las playeras y entro a un lobby oscuro salvo por la luz tenue de una linterna olvidada en el mostrador.

—¿Marcos? —pregunto a la oscuridad. Nadie contesta.

Cuando oigo pisadas en el piso superior me quedo helada, hasta que Marcos baja unas escaleras y me pregunta:

—¿Qué haces ahí parada? ¿Es que quieres helarte?

Suspiro aliviada y hecho una ojeada al mostrador desierto. Este debe de ser el hostal de alguien. Alguien debió de haber trabajado aquí. Subo arriba tratando de quitarme la sensación de angustia del pecho. Es mejor vivir el presente. Aún así ese pensamiento no me reconforta.

Al subir, me encuentro a Cop haciendo una improvisada hoguera en una cazuela. Tumbada en un sofá está la bella durmiente todavía sumida en su sueño reparador y mientras Marcos está preparándose para internarse en la ventisca para traer unos bidones de agua potable.

—¿Es seguro? —pregunto a Cop mirando inquieta al pasillo oscuro con cientos de habitaciones cerradas.

—No hay nadie, lo hemos comprobado. No hay comida ni agua, ni gas, pero al menos podemos resguardarnos aquí. Forzaron la puerta hace tiempo para robar la comida de la cocina. Así que esperemos que no haya más coches estancados en la nieve por esta noche.

Me siento en el sofá de la chica dormida y le echo una manta por encima. Juraría que ha murmurado algo, pero al observarla no noto ningún cambio. Le toco la frente. No tiene fiebre.

—Si sigue así vamos a tener que pensar en abandonarla —señala Cop.

—¿Cómo? ¿Abandonarla?

—Puede que un día nos la veamos crudas y no vamos a poder estar cargándola así por todas partes como un fardo de paja. Es una carga. Debería haber despertado.

—Sigue respirando por sí misma así que no hay que perder la esperanza.

—Es solo para que lo pienses, manos-tijeras. A veces hay que abandonar a los más débiles.

La Destrucción de Nuestras Almas: Amores Imposibles en el ApocalipsisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora