Capítulo 41: Alta Seguridad

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Mis dotes de sigilo dan asco. Las zancadas del general son como pasos de gigantes y Diego y Hugo siguen su ritmo sin llegar quedar atrás. No me están ayudando en absoluto para seguirles el paso y mi respiración empieza a entrecortarse.

Por eso, a pesar de que casi trote por los pasillos, no llego a alcanzarles del todo. Diego le susurra palabras de ánimo a Hugo y escucho su respuesta inquieta a retazos. Al llegar a la zona prohibida para los civiles, dudo si estoy haciendo lo correcto. Seguro que no es nada, que le van a echar una reprimenda sobre su comportamiento insurrecto y darle un aviso. Desearía tener un móvil para grabar la conversación y así, si organizan un juicio militar, estilo película de acción, tener pruebas de la injusticia hacia a Hugo. Entonces, desde la esquina del pasillo veo como cuatro hombres les interceden y agarran a Hugo del cuello tirando de él por el pasillo, mientras Diego se debate contra los otros dos matones. Le golpean y se queda sin conocimiento.

Cop, debería buscar a Cop. ¿Pero dónde?

Por poco me choco de lleno con unos soldados y no llegan a pillarme infraganti porque tengo el reflejo de esconderme detrás de una puerta misteriosa. Si llegan a encontrarme merodeando por zona de alta seguridad militar, acabaré en graves problemas... tal vez me vayan a degradar a limpiar letrinas o pegarme una paliza como a Diego.

Mis ojos se acostumbran a la oscuridad de un cuartito de la limpieza. Me quedo con la oreja pegada a la pared, mi mano sobre el pomo de la puerta. Se han quedado hablando afuera de la habitación sobre cuantas tías pueden tirarse en el apocalipsis. ¿Hablan de un algoritmo?

Un estornudo ahogado me hace sobresalta y me giro hacia una esquina del cuartucho.

Sentado detrás de un bote de pintura hay un niño abrazado a una fregona. Me quedo de cuclillas, acercándome con cuidado como si se tratase de un perro apaleado.

—¿Estás bien? —pregunto. Lo primero que me llama la atención son sus granitos rojos de su cara. Los estudio con la poca luz que entra por debajo de la puerta. Es muy joven para tener acné, debe de tener unos diez años—. No te voy a hacer daño. ¿Qué haces aquí solo?

Se niega a responderme, negando con la cabeza y metiéndose más entre el hueco de las estantería como si quisiese mimetizarse con los productos de limpieza.

—Yo también me estoy escondiendo. ¿Te estás escondiendo de personas malas?

Asiente y puedo ver el alivio en su expresión.

—Puedo ayudarte. ¿Quieres que te ayude a esconderte?

Aye —susurra en un perfecto acento escocés.

What have they done to you? —pregunto.

A dinna ken.

Vuelvo a pegar mi oreja a la puerta. Nada de ruido. De todas formas espero para estar segura de que el pasillo esté libre. Le agarro de la mano y le ayudo a levantarse. Al abrir la puerta, saco la cabeza. No hay nadie. Al salir, detrás de su cráneo veo una cicatriz reciente con forma de cuadrado y al otro lado donde la gasa cuelga de un esparadrapo, puedo ver parte de su cerebro; las venitas azules y su cerebro rosado y esponjoso. Me quedo helada, a punto de vomitar sobre mis zapatos. Tiene una bata de hospital, sus manos llena de moratones, por el antebrazo y mano.

Me apresuro por y él se tambalea por los pasillos mientras tiro de su manita sudorosa. Entonces, al darnos de cruces con una señal del crematorio, me doy cuenta de que nos hemos perdido, que nos hemos internado aún más en el laberinto subterráneo.

Vamos a darnos la vuelta, cuando nos encontramos con un soldado: brazos hinchados por sus músculos y sus venas no parecen tener espacio bajo su piel, sobre saliendo sobre su cuello. Avanzo y tapo al niño con mi cuerpo, él agarrándose al borde de mi camiseta.

Al segundo sé que la he fastidiado.

—Creo que me he perdido —mi voz tiembla—. Un minuto estaba en y al otro estoy perdida. Que torpe soy...

El soldado no pica. Una mano se dirige a su cinturón, donde se localiza la pistola.

—¿Qué escondes detrás?

—Es mi hermano, le estoy llevando a la guardería.

—Ese no es tu hermano.

Saca la pistola y entonces levanto las manos por reflejo.

—Aléjate de él.

—Nos hemos perdido. Si me llevas a...

—No lo voy a repetir, aléjate de él y ponte de espaldas contra la pared.

Sigo sin reaccionar.

—¡Contra la pared!

—Basta, solo es un niño enfermo.

—Está contagiado. ¿No lo entiendes, niñita?

Doy un respingo, alejándome automática de él y el niño vuelve a cogerme la mano. Niega con la cabeza.

It's a wee lie.

Su aspecto no se asemeja a mamá ni papá, ni siquiera a ese niño muerto que pegó sus manitas contra el cristal.

—Es cierto, es varicela. He visto zombis. No está contagiado. ¿por qué estáis mintiendo?

El soldado da un paso hacia nosotros con la pistola alzada.

Mi pulso se salta una palpitación al ver el arma desenfundada y mientras pongo mi mano sobre su hombro para protegerle con mi cuerpo, el niño, como un animal acorralado, se echa sobre el soldado y le muerde una de sus piernas como si quisiese atinar a sus partes nobles. El soldado empiezan a gritar y se cae al suelo al poner mal el pie, y entonces me echo sobre el niño, recogiéndole en mis brazos cuando el soldado le patea en el la mandíbula, dispuesta a correr aunque sea al crematorio. De la entrada del crematorio surgen tres soldados. Uno de ellos es Mac.

—¡Basta! ¡No le hagáis daño!

Mac se acerca e intercede entre nosotros.

—¿Qué ocurre cadete? ¿Qué es este follón?

—He encontrado al sujeto.

Señala la etiqueta plastificada de color rojo de su pie.

—¿Aurora? Suéltale —dice Mac entonces se fija en la zona que sangra de su entrepierna—.¿Cadete? Explícate.

—No es nada, me ha mordido... No es...

—¿El sujeto te ha mordido?

Desde detrás, un soldado de aspecto sueco, se acerca y le señala desde arriba de la nuca con la pistola. Ni llego a estremecerme. Mi instinto me dice taparme los oídos, pero mis manos acaban tapándole los ojos al niño. Nadie abre la boca cuando le dispara desde arriba con su pistola.

—Mejor prevenir que curar —dice cuando el cuerpo cae a un lado como si fuera a cámara lenta. Se santigua al guardarse la pistola.

—Aurora, en pie. —Mac ni se acerca. Grita—: ¡En pie!

—Solo estaba...

El soldado sueco le da una palmadita en la espalda.

—Tenemos que limpiar la escena. La seguridad está comprometida. ¿Quieres hacer los honores?

Me giro hacia Mac, pero tiene una expresión aterradora: entre pena y remordimientos.

—No le hagáis daño a él —susurro—. Solo es un niño. 

La Destrucción de Nuestras Almas: Amores Imposibles en el ApocalipsisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora