Capítulo 46: Sombras del pasado

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Diego, se despierta con un quejido quedo.

La sensación de estar aprisionado por unos bloques de cemento sobre su pecho le recuerda a aquella vez que su vecino y mejor amigo de la infancia, Besnik, extranjero de Albania e hijo de diplomáticos, le convenció de practicar judo.

Diego, a los dieciséis años, jugaba al futbol en el colegio, y cada lunes iba a clases de tenis. En verano, aburrido de que sus padres no le llevasen a ninguna playa exótica como a sus compañeros de clase, se pasaba horas haciendo largos y más largos en la piscina. Le gustaba la disciplina de hacer deporte a diario, pero jamás había hecho judo. Ni siquiera el boxeo le interesaba. Besnik hacía judo desde los seis e iba al gimnasio a diario para hacer pesas.

Por eso, cuando la masa bruta de noventa kilos se le echó encima, Diego se quedó de pie, sin saber muy bien si eso era una llave de judo o un movimiento ilegal de WWE. Primero, le agarró del cuello con el brazo asfixiándole, sus costillas aplastando sus pulmones con su peso, dejándole sin aire, y quitándole cualquier posibilidad de pedirle que parase y cuando Diego le golpeó con manos y piernas, en un intento desesperado para que le soltase, siguió aplastándole hasta que su vista empezó a teñirse de blanco. Solo al morderle el brazo, Besnik le soltó y lo hizo agarrándole por las piernas y tirando por el terraplén de su jardín.

Al despertarse, tenía una pierna rota y una contusión. Su madre le prohibió jugar más con Besnik y él tuvo que aceptar su castigo para que no se deprimiese e intentara de nuevo tomarse un bote de pastillas cerca de la piscina.

Eso es lo primero que su mente le recuerda al despertar. Nada más.

Al abrir los ojos, Minerva con una mueca preocupada en sus labios, tiene un paño manchado de sangre sobre su frente. A su lado, de cuclillas, Marcos tiene un vaso de alcohol, y se lo acerca a su nariz, como si Diego necesitase sales para despertarse al estilo dama de época victoriana.

—¿Quién me ha empujado? —pregunta. Su boca sabe a sangre.

—Nadie te ha empujado —contesta Minerva. Diego conoce esa sonrisa, está mintiendo—. Estabas en medio del pasillo cuando un carro de la ropa limpia te atropelló. Un bruto militar con mucha prisa.

Diego sabe dos cosas: que lo que sintió en su espalda eran puños y que el carrito que Minerva está señalando en la esquina estaba ya ahí parado cuando llegó; aunque vacío y sin toallas y sabanas arrugadas.

—La cabeza debe de estar jugándome malas pasadas —dice por fin.

—Te has golpeado contra esa esquina, es normal que te encuentres confuso.

La punta de su lengua toca curiosa una herida dentro de su boca y al indagar un poco más se da cuenta de que ahí antes estaba su premolar. Al no encontrarlo por ninguna parte del suelo, se da cuenta de que debe de habérselo tragado.

«No sonrías», dice en su cabeza. No cree que sea una agradable imagen.

Por eso pone la misma media sonrisa que le puso a su madre cuando se estaba recuperando en el hospital. La misma voz que le aseguraba que no volvería a ver a Besnik Dushku.

—Minerva, ¿dónde estabas? ¿Sabes lo mucho que te he buscado? ¿Cuanto te extraño? —Los ojos de Minerva empiezan a brillar y esta vez, Diego no sabe si es de alegría o de tristeza—. ¿Has adelgazado? ¿Estabas enferma?

Lo pregunta porque su piel, normalmente bronceada, está amarillenta; sus ojos hundidos por la falta de sueño. No lleva ni un ápice de maquillaje para ocultar sus arrugas de preocupación. Diego se pregunta si esa en su frente es nueva o si siempre ha estado ahí. 

Marcos parece decidido a volver a beber y Diego se da cuenta por primera vez que se ha cambiado la camisa manchada y ha dejado de apestar a alcohol; las puntas de su pelo rizadas por la humedad de la ducha. 

La Destrucción de Nuestras Almas: Amores Imposibles en el ApocalipsisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora