46. Epilogo

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Todo había quedado en el olvido.

La policía no encontró a Jason. Había desaparecido sin dejar rastro, pero dijeron estar tras su pista y que esta vez no escaparía.

Hannah tenía sus dudas de que lograsen atraparle.

La policía le hizo muchas preguntas cuando la encontraron sujetando el cadáver de una niña de la que no quería separarse. Ella les contó las amenazas que había recibido por parte de Jason, todo lo que había tenido que soportar a lo largo de su vida, su obsesión por ella y aquello no hizo más que confirmar sus sospechas. Jason era un esquizofrénico peligroso y había decidido acabar con su vida por venganza.

La policía se marchó. Dijeron que pondrían protección a Hannah y a toda su familia y que harían lo imposible por atrapar a Jason. Así de sencillo. Así de simple.

Así de terrible.

Tres meses después...

La primavera había llegado. Los árboles se engalanaban de rosas, amarillos y verdes muy tiernos, el cielo era de un azul tan dulce, que casi parecía pintado en un inmenso lienzo.

Hannah había vuelto a pintar.

Esa misma mañana, cogió lienzo y pinceles y salió al jardín de su casa para tratar de capturar la belleza de los árboles en flor. Después pintó, algo desviado del centro, la figura de una niña. Una niña que sólo existía en su recuerdo.

Mezcló azul y carmín y una pizca de blanco para crear un precioso violeta y coloreó con ese color la juvenil figura.

Su color preferido, pensó Hannah mientras pintaba.

Junto a la figura de la niña, Hannah pintó otra, está vez la de una mujer. Una imagen que se parecía mucho a ella misma, con el cabello de un intenso color negro y vestida de blanco. Las manos de las dos figuras se entrelazaban en un cariñoso apretón.

La niña sonreía. Era una sonrisa encantadora, dulce, atrevida, un poquito sarcástica, pero alegre; de una alegría infinita. Hannah sonrió al recordarla. Era una risa contagiosa, siempre un poquito ácida, pero excepcional. Tan excepcional como lo había sido en la realidad.

Cuando Hannah terminó de pintar el cuadro, entró en casa y subió a una habitación que llevaba cerrada tres meses. Colgó el cuadro en una de las paredes y miró satisfecha el resultado. A su alrededor había otros diez o doce lienzos y todos tenían como tema a aquella preciosa niña.

La habitación conservaba un montón de recuerdos que Hannah se había negado a guardar. En el armario aún colgaban de sus perchas varios vestidos. Sobre la mesilla de noche descansaba un teléfono móvil que su dueña no había tenido tiempo de usar y junto a él, un pequeño broche de plata en forma de concha con dos fotografías en su interior. En una de ellas estaba la propia Hannah y el otra, su marido y su hija Anissa. El broche tenía una delicada inscripción: Iris Richmon Sullivan.

Hannah se sentó sobre la cama y cerró un momento los ojos.

Todos los días repetía aquella operación, para Hannah se había convertido en un ritual. Sabía que un día lograría por fin escuchar unas palabras en su mente, unas palabras que le indicarían que Iris había regresado.

Hannah escuchó unos pasos precipitados que subían las escaleras. Los reconoció de inmediato, eran de su hija Anissa.

La niña se quedó quieta junto a la puerta y su madre la invitó a entrar. Hannah la abrazó mientras la sentaba sobre sus rodillas.

—¿Tú crees que algún día volverá? —Preguntó la pequeña.

—Sí, Anissa, volverá con nosotros, estoy segura.

Hannah. El despertar. (Terminada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora