1-Las pesadillas vuelven

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¿Otro sueño? ¿Otra pesadilla?
En las últimas semanas volvían aquellas imágenes que creía haber olvidado.
No, nunca había podido olvidarlas, solo las había almacenado en algún lugar oscuro y apartado de su mente con la idea de que nunca existieron. Recordarlas era tan desesperante como volver a vivir aquellos dolorosos momentos. Creía no poder volver a confiar en nadie hasta que encontró a Aaron y él supo romper ese bloqueo. Logró hacerla reír de nuevo y sobre todo olvidar.
Después de conocer a Aaron, nació su hijita Anissa y supo que por fin la pesadilla había terminado. Ver su rostro arrugado, su naricilla pecosa y sus manitas agarrándose fuertemente a la vida, cambió todo a su alrededor y en su interior floreció de nuevo la esperanza.
Podía decir sin ningún tipo de dudas que esos últimos cinco años había sido feliz. Sí, muy feliz.
¿Por qué entonces volvían sus recuerdos dormidos?
Hannah, que aún seguía acostada en su cama, miró el reloj que tenía sobre la mesilla. Las tres y trece. Siempre se despertaba a la misma hora, día tras día.
Notó el cuerpo de su marido a su lado y suspiró al comprobar que solo había sido otra de sus pesadillas.
Se levantó sin hacer ruido y se acercó hasta el cuarto de Anissa. La niña dormía profundamente, su respiración era acompasada y de vez en cuando sus labios esbozaban una dulce sonrisa. ¿Con qué soñaría?
El día en que vino al mundo Anissa, había sido el más feliz de su vida. Nada más nacer, cuando la pusieron en su regazo, la pequeña abrió sus ojos, la miró y sonrió.
Las enfermeras del hospital le dijeron que todos los bebés hacían gestos, algo así como «tics» involuntarios, pero sabía que lo que había visto era la sonrisa de un nuevo ser. Algo tan maravilloso no podía ser fruto del azar.
Anissa le había sonreído.
Hannah pensó en volver a su habitación, pero sabía que no iba a poder conciliar el sueño otra vez, por lo qué decidió ir a su estudio. Hacía ya un par de años que se dedicaba a pintar. Al principio solo por pura afición, pero más tarde decidió tomar algunas clases. Sus progresos eran asombrosos. Tenía bastante talento y sus obras pasaron de ser meros bocetos a cuadros bien acabados.
Sus pinturas por lo general reflejaban un mundo lleno de paisajes oníricos, criaturas fabulosas y sus modelos casi siempre eran su marido y su hijita. Solía hacerles posar con disfraces de lo más variopintos en escenarios creados expresamente por ella para tratar de plasmar en el lienzo las imágenes que veía en su mente.
Aaron estaba muy orgulloso de su pintora, como la llamaba y Anissa se lo pasaba fenomenal jugando a disfrazarse y mientras pintaba, Hannah parecía estar en otro mundo.
La sensación era muy extraña, algo parecido a abandonar su propio cuerpo y flotar ante el lienzo en el que, como por arte de magia, comenzaban a surgir las imágenes.
El doctor Connors, su psicólogo, un hombrecillo de mediana edad, algo calvo y bastante grueso, fue quien se lo recomendó como terapia.
Al principio, Hannah se había negado rotundamente a ver a un psicólogo. Sus experiencias con el anterior aún las recordaba en sus pesadillas. Jason había llegado a ser alguien muy importante para ella. Desgraciadamente, el joven psicólogo había resultado ser un verdadero sociópata.
Hannah había escuchado en las noticias el hallazgo de su cuerpo sin vida. Jason había acabado por suicidarse; pero acaso ella no le había inducido a hacerlo.
En parte ella también había acabado siendo una asesina y eso no lo olvidaría jamás.
Hannah entró en el pequeño estudio que ella misma había diseñado en la planta superior de su vivienda. Cuando fuese de día, el sol entraría a raudales por la claraboya que había en el techo. Ahora todo estaba oscuro y silencioso.
Se sentó frente al caballete donde reposaba su última obra. Era una pintura un poco más oscura de lo que solía pintar, una alegoría del infierno. No sabía por qué últimamente le atraía tanto ese tema, cuando ella siempre pintaba escenas muy luminosas.
Conectó sus auriculares inalámbricos y puso en marcha una minicadena que solía destinar para escuchar música mientras pintaba.
La sonata para piano en B-menor S170 de Franz Listz envolvió a la joven mientras cogía la paleta de pintura y varios pinceles que tenía a remojo en un frasco de trementina.
El pincel empezó a arañar el lienzo con ligeros toques y amplias pinceladas. Hannah pintaba al ritmo de la música aislada totalmente del mundo exterior.
La imagen empezaba a tomar forma, los colores se arremolinaban en el lienzo, los perfiles se acentuaban, la oscuridad vencía a la blancura del lienzo.
El olfato, excitado por el dulce olor de la pintura al óleo, un olor hechizante que cualquier artista reconoce al instante, la vista paseándose por el lienzo que era a la vez tablero de juego y campo de batalla y el oído siguiendo la melodía al toque de las pinceladas. Todos los sentidos participaban en aquel acto de creación.
Cualquier pintor honesto dirá, después de una sesión de pintura, que no sabe lo que acaba de suceder. Es lo más parecido a una posesión. Como si una mano invisible guiara los pinceles por la superficie de la tela. Arte lo llaman algunos, magia lo llamamos los demás.
Exhausta, una hora más tarde, Hannah pareció salir del trance en el que se había sumido y miró desafiante el lienzo que tenía delante y lo que vio no la dejó indiferente.
Del centro del lienzo, entre llamas y oscuridad surgía una figura que creyó reconocer. El humo pintado con gran realismo cubría en parte aquella silueta, pero su perfil era inconfundible.
No era un demonio, ni tampoco un ángel vengativo protegiendo las puertas del infierno, era aún más inquietante, porque esa figura creía haberla visto durante toda su vida.
—¡Eris!    

—¡Eris!    

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Hannah. El despertar. (Terminada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora