01 El regreso a casa

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El autobús volvió a comerse un bache y el celular se me cayó de las manos. Otra vez.

Otra.

Vez.

Ya iban cuatro.

Me agaché a cogerlo, evitando en todo momento mirar la entrepierna del señor de al lado, que estaba peligrosamente cerca. Por suerte, aún dormía. La que no lo hacía era la vieja de la misma fila, al otro lado del pasillo, que me observaba con los ojos desorbitados como si fuera a aprovecharme de ese «atractivo» espécimen de mi derecha que roncaba como un oso grizzlie.

Levanté las cejas.

—Señora, ¿le pasa algo?

Ella frunció los labios y me apartó la mirada, algo así como ofendida. ¿Por qué? Pues ni idea, pero me daba bastante igual. Ya tenía bastantes problemas como para preocuparme por una vieja de pueblo mojigata y mal pensada.

Cogí aire y lo solté con frustración a través de mis fosas nasales super dilatadas. Miré a través del cristal con desgana. Si algo no podía negar era la belleza apacible de aquel lugar. 

Sacudí la cabeza. Era fantástico volver a casa (véase la ironía, por favor).

Ni siquiera podía creerme todavía que estuviera haciendo ese viaje. Me costaba recordar con exactitud el momento en el que había hecho la maleta y me había largado, abandonando al hombre por el que había dejado todo años atrás, por el que había quedado en ridículo en un pueblo al que ahora tenía intención de volver.

Debía de haberme vuelto loca. O, tal vez, necesitaba enmendar algunos errores y esto era lo más parecido a retroceder en el tiempo.

No eran pocas las veces en las que me había preguntado cómo habrían sido los últimos cuatro años si no me hubiera ido en medio de la noche como una puñetera fugitiva, como si estuviera cometiendo un delito. No estaba orgullosa de la forma en que me había ido, ni tampoco del daño que había causado a algunas personas, pero tampoco había tenido elección. ¿O sí? Bueno, se supone que siempre se tiene elección, pero... ¿De verdad la tienes cuando te enamoras? A mí, en su momento, me parecía que no. 

Eché un vistazo  antes de perder la poca cobertura que todavía me quedaba. Cinco mensajes, y todos de él. Los borré, igual que había hecho con su número. Me lo sabía de memoria, claro, pero era menos doloroso ver una sucesión de cifras que varias letras formando su nombre.

Busqué casi con inercia el número de mi antigua casa, al que no había llamado ni una vez desde que me había ido. Descansé el dedo sobre la tecla verde y me planteé la posibilidad de avisar de mi llegada, pero finalmente no tuve valor. Tenía miedo de la reacción de mi familia. Tenía más miedo aún de que esa familia ya no estuviera completa y yo me lo hubiera perdido.

En mi adolescencia, solía venir alguna mañana en busca de paz y tranquilidad al cementerio, aunque solo cuando todavía no se había puesto el sol, tampoco era tan masoquista.Aquella mañana, había vuelto para buscar tranquilidad, cierto, aunque una muy diferente. Necesitaba comprobar que un nombre en concreto no estaba en las tumbas. Necesitaba averiguarlo cuanto antes, pero, por otro lado, tenía miedo de hacerlo.

Encontré a la buena de la señora Ter Stegen al lado de su marido. Dos lápidas sencillas e idénticas, aunque una estaba descolorida por el sol mientras la otra parecía mucho más reciente. Me fijé en las fechas. Ella había muerto al poco de marcharme del pueblo. Sentí una punzada dolorosa en el pecho. Esa mujer generosa, amable y dulce me había visto crecer, me había dejado pasar horas y horas en su granja. Había sido como una abuela para mí y yo no había estado en su último adiós, no había podido despedirme de ella.

Suspiré por fin al comprobar la última tumba. Mi padre no estaba muerto.

Con el nudo en la garganta ligeramente aflojado, me di la vuelta y decidí mirar al frente, a la salida. Recogí la maleta y salí a toda prisa para continuar mi camino. Empecé a respirar mejor conforme me alejaba, aunque fue una sensación efímera, transparente como un fino cristal, que volvió a romperse cuando avisté la pequeña hilera de casitas con la fachada gris.

Por suerte, mi antiguo hogar estaba a las afueras del pueblo, así que no había tenido que pasar por la plaza principal o por las calles más concurridas. Y no estaba dispuesta a responder al interrogatorio de los idiotas del pueblo antes que al de mi familia. Todo a su maldito tiempo. Me estaba agobiando. Necesitaba parar un momento y tratar de controlar la respiración, así que me senté en una piedra y apoyé los codos en la maleta. Un olor apestoso a vacas me vino de repente y, por extraño que pudiera parecer, fue en ese momento cuando sentí que de verdad había vuelto.

—Esto es una pesadilla —mascullé, todavía sin poder creerme que estuviera allí.

En serio, toda la vida pensando en largarme de allí, aspirando a conocer mundo, a vivir la vida en libertad, en medio de desconocidos que no juzgaran cada uno de mis pasos. Dios... Cómo deseaba darme la vuelta e irme a cualquier otro lugar. Pero, por desgracia, no había otro lugar al que pudiera ir. De repente, una voz que se parecía sospechosamente a la de mi hermano resonó en mi cabeza: «madura, Hania. No puedes huir siempre».

Mierda. Tenía razón hasta en mi imaginación.

Hasta que estuve delante de la puerta, con los pies clavados al suelo y el puño en alto a punto de llamar. Empecé a temblar como una chiquilla asustadiza. Tragué saliva, pero la garganta siguió igual de seca. El pulso se me disparó y amenazó con provocarme un ataque allí mismo. Por el amor de Dios... Era adulta, ¿no? Y no había matado a nadie. Pero entonces, ¿por qué me costaba tanto tocar esa madera? Como si hubiera un campo de fuerza alrededor de la casa y no pudiera acercarme, como si el profesor Dumbledore hubiese hecho uno de sus encantamientos para proteger a Hogwarts de los intrusos.

Así era exactamente cómo me sentía: como una intrusa. Una traidora, una cobarde, una...

No podía hacer aquello, no todavía. No así. ¿Y si me emborrachaba? No demasiado, solo unas cuantas cervezas. Lo justo y necesario para atreverme a presentarme después de cuatro años ante la mujer que me había dado la vida y que, seguramente, estaría muy decepcionada y enfadada con su hijita pequeña por haberse largado sin dejar más explicación que una mísera nota de unas cinco líneas.

¿Pero cuánto llevaba delante de la estúpida puerta? ¿Una semana? Me sudaban las manos, así que me las restregué en los pantalones y me di la vuelta. Se acabó, me tomaría algo más de tiempo, pensaría bien en lo que le diría y...

Un sonido a mis espaldas me avisó de que la puerta se había abierto. Me quedé petrificada, con los pies clavados al suelo y la respiración contenida. Escuché que alguien ahogaba un grito y me giré despacio. La mujer que había abierto la puerta me miraba con los ojos como platos y la mano en la boca.

Tragué saliva e intenté sonreír, pero no pude.

—¿Hania?

Todo apesta.... menos tú princesa (Sven Bender )Donde viven las historias. Descúbrelo ahora