35 El granero y dos partos

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Se me cayó la linterna de las manos.

—¿Cómo que has roto fuente? —gritó Mats, histérico—. ¿Por qué?

Mila lo fulminó con su mirada oscura.

—No sé, me ha parecido un buen momento —replicó ella mientras apretaba los dientes—. ¡¿Cómo demonios voy a saber por qué?!

—Venga, calma —empecé a decir—. Vamos al hospital.

Intenté abrir la puerta, pero fue inútil.

—¿Qué pasa? —preguntó Mila, que se había sentado en el suelo sobre la paja. Aquello era como un portal de Belén muy raro. Como el momento antes de que Jesús naciera, pero con cuñas de esparto y una vaca en lugar de un buey.

—¡La puerta no se abre! —grité.

—¡Ay, Dios! ¡Ay, Dios! —exclamaba Mats, de un lado para otro—. ¿Y ahora qué?

—Ahora, te calmas —le ordené.

Me agarró por los brazos y me zarandeó.

—¿Cómo quieres que me calme? ¡Mila está de parto, la puerta no se abre y yo me he dejado el horno encendido! Se va a quemar la casa.

—Que alguien le cierre el pico. Me da igual si es con violencia —añadió Mila. Luego gritó.

—Te perdono porque sé que estás sufriendo —le espetó el cocinero—. ¡Por Dios, Sven, haz algo!

El gemelo lo miró con los ojos desorbitados desde la puerta, donde ya había comenzado a intentar abrirla con su fuerza bruta.

—¡Eso intento! —gritó a la vez que trataba de forzar el mecanismo. Los músculos de sus brazos se hincharon por el esfuerzo, al igual que una vena enorme en su cuello. Me di cuenta de que yo también había estado apretando los dientes y rezando para que lo consiguiera.

No fue así.

—Sven, es inútil —le dije—. Sin electricidad, estamos atrapados.

—Mierda de puertas modernas —masculló Mila—. Teníamos que haber dejado las cuatro maderas que se caían a trozos.

Me agaché junto a ella y traté de ponerla lo más cómoda posible. Saqué el celular y marqué, aun sabiendo que no serviría de nada.

—No me lo digas —gruñó la embarazada—. No hay cobertura.

—No.

—Estoy de este pueblo harta. ¡Un módem! ¡Un único módem! ¡Voy a patearle las pelotas al alcalde!

Tenía las dos manos sobre el vientre y las piernas espatarradas; inspiraba y expiraba con esfuerzo. Yo estaba aterrada. Quería hacer algo, pero no sabía qué. No era comadrona, ni siquiera sabía primeros auxilios.

—¿Y ahora qué? —gritó ella—. ¡No quiero parir en un puto pesebre! No soy la Virgen María.

De no haber estado a punto de orinarme encima, me habría reído al ver que coincidí con mi pensamiento. «Piensa, Hannia. ¡Piensa!».

Un trueno nos sobresaltó a todos.

—Vale, luz. Necesitamos más luz —dijo entonces Sven, que volvió a reanudar la búsqueda—. Mierda, solo hay una linterna más.

—Tendrá que servir —le dije. Me arremangué el vestido y me puse de rodillas junto a mi cuñada—. Alumbra aquí.

El chico me miró, aterrado.

—Joder, Sven, vamos —le apremié—. Tú mira para otro lado.

Con manos temblorosas, el gemelo apuntó a la entrepierna de Mila. Ella gritó de dolor en ese instante y la linterna acabó en el suelo.

Todo apesta.... menos tú princesa (Sven Bender )Donde viven las historias. Descúbrelo ahora