La ciudad era rica, sucia y se hallaba llena de gente, en su mayoría peregrinos de todas partes de Grecia que iba a consultar el oráculo. Delfos era la ciudad de Apolo y poseía el oráculo más acertado del mundo; la última vez que ella había estado allí acababa de cumplirlos catorce años y el hosoi que la había atendido le había predicho que tendría un hijo más poderoso que su padre, y esa había sido la razón de por qué se decidió a seducir a Filipo, aquél pobre hombre que era rey de Macedonia y que sin duda terminaría por conquistar Grecia entera si se lo proponía.
-Quiero visitar primero el templo de Atenas y quemar una ofrenda -dijo Olimpia a sus damas, a los escoltas y a los sirvientes que la acompañaban-, necesito hacerme a la idea de entrar a ver al oráculo.
Olimpia estaba ahí por un presentimiento, una necesidad inhumana con la que se había despertado, sin razón aparente, la mañana anterior, y a menudo ese era el tipo de cosas que la movían y la incitaban, pero las demás personas jamás la comprenderían, porque en esos tiempos ya nadie sabía lo que significaba tener un sentimiento tan fuerte que quemara la sangre. Alejandro lo sabía, era el único que la comprendía, porque también sufría aquél tipo de arrebatos pasionales que lo incitaban a hacer cosas acaso irracionales.
-Cuando vine aquí me dijeron que mi primer hijo sería favorecido por todos los dioses, por eso le he enseñado a Alejandro a honrarlos a todos por igual, pero supongo que tarde o temprano habrá de elegir un protector, todos los grandes lo hacen. -Había pensado en sugerirle que eligiera a Zeus o a Heracles, pero con lo mal que lo habían pasado juntos desde hacía un par de años, y comprendía que era por culpa de la edad, de su parecido con Filipo y por Hefestión, había optado por no decir nada antes de hacer que por llevarle la contraria los odiara.
Recordó entonces la primera vez que lo amamantó y cómo le cantaba para mantenerlo despierto y cómo lo refrescaba con agua porque la primera vez que lo había cargado ardía en fiebre, muestra incuestionable de su temperamento. Alejandro de pequeño mamaba de manera caprichosa, por eso tuvo nodrizas. Recordaba el llanto poderoso de Alejandro exigiendo su atención y la de todos en el palacio.
-Entraré sola al templo -anunció después de un descanso-, todos los demás vayan al Sinedrion y espérenme ahí.
Conociendo su temperamento, nadie se atrevió a llevarle la contra, y apenas la vieron entrar al templo, todos se fueron de ahí para esperarla en el centro de la ciudad.
Olimpia se detuvo unos momentos ante el gran altar y lo admiró con respetuoso silencio. Cruzó con lentos pasos por enfrente de la zona de los tesoros y pasó de largo la tumba de Neoptólemo. Buscó con la mirada a un hosoi y descubrió a uno cerca del teatro. Lo natural era que nadie entrara al templo, pero si la mujer ya lo había hecho dieciséis años atrás, ¿por qué no habría de hacerlo ahora que era una gran señora, esposa del hombre que lo estaba conquistando todo y madre del futuro rey del mundo?
-Mi hijo tiene ahora catorce años, dile a Apolo que me hable de él. No quiero un sí o un no, quiero una predicción -ordenó al sacerdote.
Mientras esperaba, Olimpia pensó en su hijo y se preguntó qué estaría haciendo en aquello momentos, en un clima tan frío, pero que daba lentamente paso al deshielo.
-Debes estar sentado en la cornisa de una ventana mirando el paisaje acompañado de Hefestión, ¿verdad? -dijo a un hijo ilusorio mientras se lo imaginaba-. Es la hora de la comida, supongo, pero tú has querido comer a solas con él para poder charlar de algo que te preocupa.
Cerró sus ojos y recreó la escena, pero entonces se dio cuenta de que no imaginaba lo que hacía en esos momentos su hijo, porque veía a Alejandro, sí, sentado en la cornisa de la ventana de un elegante palacio, con Hefestión a su lado besándole las manos para tranquilizarlo mientras éste le contaba un miedo que sólo él podía calmar. Los ojos de Alejandro delataban una mezcla de ira, pasión y dolor, pero no se trataba de su niño, Alejandro debía contar en esos momentos con treinta años y vestía ropas hermosas lo mismo que Hefestión. Detrás de la ventana había un exquisito paisaje de lugares lejanos y desde abajo los sirvientes llamaban a su hijo,"Alteza". Era el rey del mundo, se dijo Olimpia, y su instinto le advirtió que Alejandro había sido tan astuto que había logrado hacer de Hefestión una especie de rey semejante a él. Y el pecho se le inflamó de orgullo. Trató de saber en su mente si estaban casados, si tenían hijos, aunque su sentimiento más profundo le dijo que no, y eso la preocupó, pero entonces volvió a disfrutar del maravilloso ambiente de oro que rodeaba a su hijo, y sonrió. Alejandro no tenía la gloria, su hijo era la gloria.
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El Amante del Sol de Macedonia
Historical FictionA sus pies se levantó un imperio. Nunca perdió una batalla. Fue uno de los mejores alumnos de Aristóteles. Se crió en la nobleza. Su fama se extendió por toda Gracia, Persia y hasta la India. Los historiadores creen que fue asesinado y otros que mur...