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Los jardines colgantes de Babilonia eran un espectáculo hermoso de ver de día o de noche, y Bagoas siempre se había preguntado qué tipo de amor se necesitaba para hacer cimentar aquél tipo de hermosuras o mandar a levantar un catafalco mortuorio que opacaría cualquier otra construcción en la historia, que daría el aliento a alguien para construir un imperio y para dejarlo derrumbándose. No lo sabía y dudaba alguna vez saberlo. Pensándolo con calma, no debía ser algo hermoso aquél tipo de amor que había llevado a un hombre a construir los jardines colgantes o a levantar un imperio o a erguir una tumba como la que Darío había hecho para su esposa, porque eso significaba que la pérdida de esa persona tenía que ser tan inmensa como las cosas que se habían mando a construir o conseguir, y el dolor tenía que ser insoportable.

Estaba pensando en aquello, mientras veía los pájaros coloridos refrescándose en las cascadas artificiales, cuando escuchó tras de sí los rápidos pasos de alguien que cruzaba el corredor. Desde la muerte de las reinas, todo estaba demasiado tranquilo en el palacio, como si todos ocultaran algo. Bagoas se volvió un momento y vio a Ptolomeo que salía del ala del harem con el paso apresurado de quien no desea ser encontrado en aquél lugar. El muchacho reconoció que aquella era su última oportunidad y aquél su único posible aliado. Echó a correr detrás de Ptolomeo y lo alcanzó al llegar a las escaleras.

El pasillo exterior que separaba el ala del harem y el resto del recinto era, desde hacía meses, la parte más solitaria del palacio, porque nadie salía ya del harem y nadie iba a él, de manera que el harem estaba siempre lleno de damas y eunucos, y el castillo de soldados y sirvientes, pero en aquél pasillo ya casi nunca se veía a nadie transitar.

—General Ptolomeo, se lo suplico, necesito su ayuda. —Ptolomeo escuchó la dulce y aterciopelada voz tras de sí y se detuvo en seco—. Bien, mi señor, quizá no me crea, pero seré sincero con usted...

Bagoas se agarró a las ropas de Ptolomeo y recargó su frente en la espalda del hombre mientras le explicaba a media voz la última voluntad de Alejandro y sus últimas palabras sobre cómo imaginaba sus juegos funerarios.

Ptolomeo partía la tarde del día siguiente y el muchacho se sentía casi desesperado sin saber qué más hacer. El eunuco le dijo que Alejandro no había querido que lo separaran de Hefestión, y que mientras más lo pensaba, más seguro estaba que quería que sus restos descansaran literalmente con los de su amado. El templo tenía espacio para Hefestión y Alejandro, y la urna en que habían sido metidos los restos era demasiado grande para unas cuantas cenizas y huesos, además de que no llevaba nombre y sólo una inscripción que Alejandro le había asegurado que era la favorita de ambos en la Ilíada y que sin duda podía referirse a los dos. Aunque no lo había dicho con palabras textuales a Bagoas le parecía que todas las cosas que había hecho Alejandro habían sido en su afán de considerar a su amigo como a sí mismo, y el mausoleo impresionante que serviría lo mismo de templo, estaba pensado para los dos, en su último intento de ver que se cumplieran sus expectativas de tener aquél imperio para ambos.

—Incluso los tres mil hombres de los juegos funerarios del amo Hefestión fueron los mismos que se contrataron para los juegos del rey Alejandro —dijo casi en un suspiro. Ptolomeo se giró y miró a Bagoas con grandes ojos.

No le quedaba duda de que después de Hefestión, aquél muchacho había sido quien más había llegado a entender al difunto rey. Su teoría era extraña, pero no tanto. A Hefestión se le habían dado honores de rey, de ser divino, porque era, a la vista de Alejandro, la otra mitad de sí mismo, y llevaba sentido que pensara que al morir podrían volverse a reunir.

Bagoas miró a Ptolomeo con sus húmedos ojos.

—Sé que suena ilógico, no tengo nada en qué basarme salvo en que Alejandro hizo mucho para una sola persona a quien quería tanto como a sí mismo, y no dijo nada sobre su entierro, como si diera por hecho que todos sabrían lo que querría. —Se enjugó las lágrimas.

El Amante del Sol de MacedoniaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora