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El camino que tomaron entonces fue hacia el este, rumbo a Larisa. El sendero proseguía lentamente, serpenteando por el valle. El río Peneo fluía por un lecho pedregoso. Soplaba el viento húmedo de primavera. La luna, ya casi llena, iluminaba el cielo con un indiferente y pálido resplandor. Las vastas llanuras se abrían grises ante ellos.

Luego de haber recorrido tres o cuatro millas hacia el noroeste, llegaron a la garganta de un valle. Un cañón se abría hacia el Mar Egeo, recostado sobre la pendiente del Kosmoi, el último monte de la cordillera septentrional, con verdes laderas, y coronada de brezos. En los campos cubiertos de espesos zarzales, levantaron campamento.

Todos tenían sueño, excepto el general Parmenión que parecía intranquilo.

Ptolomeo daba vueltas sin atreverse a recostar hasta que Hefestión, quien se había acomodado recargado contra un árbol y parecía plácidamente relajado, lo miró y le hizo una señal.

Ptolomeo fue con él y se sentó delante.

-Dos semanas cabalgando sin descanso y aún nos faltan seis semanas más antes de poder reunirnos con todas las tropas en Dicte -dijo Ptolomeo en voz baja al cabo de un silencio.

-Tu padre estará bien y también lo estará Alejandro.

-Es la primera vez que dices el nombre de Alejandro en dos semanas, temí que hubieran peleado. No te despediste de él...

-Sí lo hice, el día que nos separamos vino a nosotros, te abrazó, te pidió que te cuidaras y...

-Y le estrechaste la mano, a eso me refería. Sabía que un día ocurriría. Alejandro está madurando, comprendo el cambio, sólo es extraño verlos por fin separados.

-En cinco meses estará cumpliendo dieciocho, no es más un niño.

-Ahora Alejandro está más misterioso que nunca -dijo Ptolomeo- y tú pareces más indómito que de pequeño. Mientras Alejandro aprende a domarse a sí mismo tú aprendes a tirar el zarpazo, escomo si ustedes dos fueran siempre lo mismo y lo contrario, no sé si me explico.

-Lamento no poder controlarme todo el tiempo.

-No, no me estás entendiendo o yo no me explico... No era una ofensa, más bien un halago -dijo Ptolomeo-. Me quedo tranquilo sabiendo que ambos se están convirtiendo en hombres, ¿sabes?

-Convirtiéndonos en hombres -masculló Hefestión volviendo a cerrar los ojos.

-He estado hablando con el general Parmenión, mi querido Hefestión, tal vez sea hora de que demuestres que eres un hombre maduro y sensato.

-No creo ser ninguna de las dos cosas.

-Pues Parmenión, los hermanos Pikke, Medio y yo, creemos que lo estás o deberás estarlo para cuando estemos de vuelta en Peloponeso.

-¿De qué se trata?

-Supongo que es mejor que te lo diga ahora para que lo vayas asimilando el resto del camino...

***

Seis días después, Céfiro volaba a través de las llanuras. En menos de cuatro horas había llegado con la avanzadilla a los Cruces de Startos y los habían dejado atrás: el túmulo de soldados y el cerco de lanzas frías se alzaban detrás de ellos. Ahora Hefestión sentía calor, pero el viento que le acariciaba el rostro era refrescante y vivo. Cabalgaba con los hermanos Pikke a cada lado y con Medio detrás, queridos amigos que siempre sonreían y charlaban animadamente para alentarlo a aceptar quedarse con ellos, y si bien entre los tres no formaban un Alejandro, por lo menos le impedían extrañarlo.

Cerró los ojos para disfrutar un momento del vértigo que sentía ante la velocidad que alcanzaba su caballo.

-¡No usas silla, Hefestión!, ¿cómo le haces? -llamó Penox, el mayor de los hermanos Pikke.

El Amante del Sol de MacedoniaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora