Epílogo

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La luz de un radiante sol se posó sobre su rostro. Pensó en mares lejanos, en playas hermosas, en arenas calientes, en paisajes exóticos, en palmeras que se mecían al viento. Sintió un encantador calor y el sudor de su cuerpo se hizo perfume, o quizá en alguna parte cercana había alguien quemando incienso para él.

Una briza cálida rozó su cuerpo y abrió lentamente los ojos. Sus labios tenían tatuados una fina sonrisa y sus marrones ojos tardaron apenas unos segundos en distinguir el lugar donde se encontraba. ¿En dónde se encontraba? El rey volvió la cabeza y disfrutó de la sensación del almohadón de plumas y el suave y delicado roce de las sábanas que cubrían su desnudez.

La cama donde estaba tenía cortinas de telas vaporosas que se movían con el viento que entraba desde una ventana con balcón.

El dormitorio era simplemente hermoso, con sus elegantes muebles, con oro y plata brillando aquí y allá, con tapices en las paredes, con el olor del incienso saliendo de algún lugar que no podía distinguir y desde afuera le arrullaba el ruido de una cascada. Cerca del balcón, una pequeña mesa estaba preparada junto a los bustos de Zeus y Hera que decoraban la habitación.

Su armadura intacta, estaba bien acomodada contra el muro más lejano.

Iba a acomodarse nuevamente en la cama cuando escuchó un poderoso relinchido. Alejandro saltó de la cama con increíble agilidad y corrió al balcón mientras sus labios, cada vez más sonrientes, murmuraban en el silencio una sola palabra, "Bucéfalo" y lo que vieron sus ojos lo dejó sin aliento: un paisaje mucho más idílico que Mieza se extendía delante de él. A lo lejos, montañas, prados y un lago donde se vertía el agua cristalina de una cascada, y debajo del palacio donde se encontraba, un bosque se abría paso desprendiendo todo tipo de aromas.

Cerca del lago, un grupo de chiquillas, como ninfas saltarinas, jugaban a ser correteadas por Peritas, mientras que en los jardines un grupo de sirvientes se entretenían en sus labores, y al ver al rey asomado en el balcón, se dijeron entre ellos, "Despertó".

Entre los ruidos de la cascada, del viento en las ramas, de las risas de las chiquillas, de los ladridos de Peritas, los relinchos de Bucéfalo, los cantos de las aves, cuando Alejandro cerró los ojos se percató de aquél sonido, como lenta letanía, como canto, como oración, que salido de ninguna parte y en voces silenciosas lo llamaban una y otra vez, "Divino e Invicto Alejandro". La sonrisa en sus labios se ensanchó con pasión.

Aquél castillo era suyo, aquellas tierras le pertenecían, el mundo entero sabía su nombre y lo inmortalizaría para siempre, y reyes de todas partes y de todos los tiempos lo venerarían como a un verdadero dios, se lo había ganado, lo había logrado. Alejandro se sintió colmado de placer, y entonces lo escuchó...

—¿Qué pensó Aquiles cuando despertó y descubrió que era inmortal?

Los labios de Alejandro dejaron de sonreír, se volvió y sin pensarlo dos veces se lanzó hacia aquél hombre que le acababa de hablar. Hefestión lo recibió con los brazos abiertos y lo abrazó con todo el amor de que fue capaz.

—Hefestión... Hefestión. Por fin... Hefestión, por fin...

—Mi Alejandro, no llores, lo hiciste muy bien. Ahora nadie nunca te superará.

Alejandro se aferró a su amigo.

—Te lo prometí, Hefestión. Te lo prometí.

—Sí, Mi Alejandro, yo jamás dudé de ti.

FIN

El Amante del Sol de MacedoniaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora