XIV ETERNO ALEJANDRO

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Los mercaderes habían acampado en un terreno baldío a las afueras de la que todos llamaban la ciudad Al-Iskandariya, donde se extendían desordenadamente los carros y tiendas formando manchas de colores sobre las doradas tierras del desierto de Karakum.

El terreno se había aplanado para que pudiera ser levantada la nueva Alejandría, a poco más de tres leguas de la provincia de Herat, y la fragancia de las especias añadía ricos olores que flotaban en el aire en torno a la gente que visitaba la zona de construcción. Como en un oasis de Siwa, la nueva Alejandría estaba siendo construida sobre una fértil área no muy lejos de los viñedos, lo que convertiría a la ciudad en un perfecto centro comercial; las tribus de los persas tayikos formaban la mayoría de la población cercana, aunque también había pastunes y hazaras. Sin embargo, los uzbekos y otras tribus minoritarias habían comenzado una extraña procesión rumbo a la Alejandría apenas se habían enterado de su construcción, quizá en busca de nuevas posibilidades de vida. Las edificaciones estarían construidas de tabique de adobe y por ahí Alejandro había planeado se abriera una ruta comercial en la que ya se trabajaba para unir Persia con la India, Oriente Medio y Grecia. Aunque apenas se construía la ciudad, el lugar ya estaba invadido de gente de todas partes, por mercaderes e incluso por mendigos que buscaban mejor fortuna y sus hijos iban con las ropas remendadas de un lado al otro mirando a los vendedores, a los soldados griegos y a los constructores.

La tienda del rey, esta vez instalada con cuatro divisiones, daba espacio para recibir a quien quisiera conocerlo, y lo mismo se le veía charlando con mercaderes prósperos que le llevaban regalos o que deseaban venderle algo, que con chiquillos curiosos que entraban a la tienda para verlo a hurtadillas y si por casualidad Hefestión los descubría, les hacía entrar con gran caballerosidad y les regalaba un poco de frutas con miel y vino mientras Alejandro les sonreía y les daba un par de monedas.

Alejandro amaba a los niños y cada día Hefestión se convencía más de que sería un excelente padre, aunque, a su vista, su amigo no había dejado de ser un chiquillo.

Bagoas enfiló calle abajo en busca de Murock, un comerciante próspero al que conocía porque había vendido a su padre por muchos años y que había visto pasar fuera de la tienda real. Lo encontró con su puesto levantado en una esquina cerca del que sería un templo a Apolo, y cada pieza que sacaba iba seguida de exclamaciones de admiración. Murock se enorgullecía cada vez que alababan sus artículos.

Enseguida que Murock quedó libre de clientela, Bagoas se aproximó a él. Al ver al eunuco, y lógicamente sin reconocerlo porque la última vez que se habían visto el muchacho apenas tenía nueve años, pero sabiendo que era el "muchacho de Alejandro", con un elegante movimiento sacó una rosa de plata labrada de excelente factura. El brillante metal atrajo la atención de Bagoas. Pero antes de que el eunuco pudiera decidirse a comprarla, sabiendo que ahora tenía dinero propio porque Alejandro le pagaba como a cualquiera de su gente, Murock guardó la rosa y lo miró con renovado interés.

-Shah -murmuró.

Se quedó callado mientras Bagoas lo miraba incómodo, pero sonrió al oír el nombre.

-Disculpe, me ha recordado por un momento al hijo de alguien que conocí hace muchos años, muy querido amigo mío... -Murock habló con amabilidad.

-Pierda cuidado -dijo por toda respuesta Bagoas, pagó la rosa y se alejó sin decir nada más. Se sentía complacido, aunque prefería que nadie lo aunara a su pasado real.

Por su parte, Alejandro permanecía aquella tarde dentro de su tienda, sentado a la cabeza de una enorme mesa llena de manjares de la región, conviviendo alegremente con un grupo de mercaderes que le habían llevado regalos y que hablaban griego porque por años habían vendido en las costas de Chipre. Hefestión permanecía a su lado con una copa de vino en la mano y de vez en cuando daba algún comentario esparcido en la conversación. Los generales se habían dado por ofendidos ante la idea de que el rey heleno compartiera mesa con los persas y los amigos habían optado por mantenerse ocupados en los encargos de la nueva Alejandría.

El Amante del Sol de MacedoniaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora