3

1K 85 195
                                    

Dos soldados se alejaron de la Torre Negra, en las afueras de Pella, y enfilaron rumbo al castillo. Clito El Negro, a sus treinta y ocho años,resistía mejor que un joven escudero las rápidas cabalgatas, mientras que su acompañante era Arhibbas, de su misma edad, aunque mucho más pequeño y menos imponente.

—Habrá que cumplir las órdenes de Filipo al pie de la letra —dijo el gigante y añadió: —Me ha encomendado esta misión, así que déjame hablar a mí y sólo sígueme la corriente, querido Arhibbas.

Por fin, llegaron al palacio, donde aún los sirvientes pululaban y las nanas trataban de llevar a Arrideo a dormir.

—Creo que Filipo está exagerando —dijo Arhibbas caminando tras de Clito.

—¡No me meto en asuntos de padres e hijos, por eso no tengo hijos... que yo sepa! —rió Clito.

El guardia fue empujado a un lado por el enorme Clito, se abrió la puerta de golpe y al instante acudió Tolomeo a ver quién llegaba de manera tan intempestiva.

—¡Necesito ver a Alejandro! —dijo Clito fingiendo urgencia.

—Está en el jardín trasero, mi señor —dijo el sirviente—. Ha estado todo el día ahí leyendo y no parece tener intenciones de dejar hacerlo sino hasta que amanezca y vaya a buscar al joven Hefestión para...

—¡Hefestión!, precisamente, es urgente.

Tolomeo lo miró sorprendido y se apresuró a llevarlo a donde estaba Alejandro. Sentado en un kline que había hecho que le sacaran, el príncipe se entretenía leyendo, mientras mantenía sus pensamientos más bien concentrados en cómo reconciliarse con Hefestión, el cual volvía a evitarlo porque no había ido en todo el día al castillo. Desde su discusión, no habían peleado ni se había mostrado huraño con él, sino todo lo contrario, sin embargo, en sus fueros internos, Alejandro comprendía que el muchacho sentía que había preferido a Olimpia sobre de él, y aquello no era cierto, simplemente Alejandro se había hartado de acepar la voluntad de Filipo sin poner oposición y quería, con aquello, dejar por sentado a su padre que estaba dispuesto a soltar la mordida contra él si la ocasión lo ameritaba.

Cuando el príncipe apartó la vista de su texto, se sorprendió de ver a Clito aproximarse a grandes trancos con el rostro abatido. Enrolló el pergamino y se incorporó en su asiento.

—¡Príncipe, mi querido muchacho! —exclamó Clito.

—¿Qué agobio te trae a mí como una tormenta? —dijo Alejandro enarcando una ceja.

El joven dio un trago a su vino y esperó a que el gigante y el querido Arhibbas llegaran hasta donde se encontraba.

—Príncipe Alejandro, lo que tengo que decirte concierne únicamente a ti por tratarse de tu...

Clito fingió dudar la siguiente palabra, y la dejó flotando en el aire.

Alejandro a la expectativa, ladeó la cabeza, armando en su mente la frase completa y obligándose a poner de pie repentinamente. Resultaba curioso para Clito observar a aquél ser que tanto se parecía a Filipo, si no físicamente, sí en todo lo demás, a aquél joven que con diecisiete años era como un león mientras el padre era un toro y que, a pesar de todo se parecían entre sí y que tantos e despreciaban lo mismo que se querían y admiraban.

—Desde que eras un niño te he visto crecer lo mismo que a tus amigos y a Hefestión, de tal suerte que jamás te hubiera deseado un momento como éste —siguió Clito con aire teatral.

—Hefestión ha sido arrestado y llevado a La Torre Negra por órdenes del rey —concluyó Arhibbas con tono sinceramente entristecido—. Yo personalmente me he visto en la penosa necesidad de ser de los que fueran por él a la casa de Amíntor.

El Amante del Sol de MacedoniaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora