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Acamparon más allá de donde podía verse el castillo del Nymfón, bajo un montón de árboles frondosos que los cubrían apenas un poco de la inclemente lluvia veraniega. Los niños habían levantado una casa de campaña lo suficientemente grande para que cupieran todos, aunque apretujados, y habían conseguido prender una hoguera cerca de la entrada que los calentaría por la noche, si es que lograba mantenerse encendida con tanta lluvia.

Leónidas había deducido que aquél día caería la primera tromba y los había mandado a acampar a las afueras de Mieza con sólo un saco de verduras, un par de liebres frías, algunos trozos del cerdo, un macuto con madera seca, herramientas para levantar la casa de campaña, navajas para cada uno y la bendición de Lánice; aquella sería la primera prueba de hombría, les había dicho, y si la superaban satisfactoriamente haría que la siguiente fuera mejor, prometió.

En aquellos momentos en que esperaban que el puchero hirviera, todos se apretujaban entre sí con la humedad calándoles en los huesos, enfundados en sus capas, y mirando con vaga envidia a Alejando que estaba metido entre la manta de Hefestión, abrazado con su amigo y con su propia manta cubriéndolos a ambos un poco más. Eran los únicos que no tiritaban en esos momentos.

El viejo Leónidas había asegurado que las pruebas de hombría eran para demostrar que se estaban convirtiendo en hombres, y mientras más tiempo pasaran más hombres se volverían y las pruebas encrudecerían. Ahora había un silencio entre los amigos, concentrados como estaban en no morir de frío, excepto por Hefestión que charlaba en voz queda contando cosas, quizá una historia para entretener la mente, al oído de Alejandro.

Al cabo de un rato, Nearco habló.

-Archon nos advirtió que no nos internáramos demasiado en el bosque que esta fuera de Mieza -dijo-. ¿Sabes tú por qué, príncipe Alejandro?

-Yo he oído muchas historias en casa de mi padre sobre estas regiones sombrías -dijo Hefestión comprendiendo hacia dónde llevarían la charla-, y si no fuera porque varias de ellas me las han contado gente de buena fe de mi padre, diría que son meras fábulas, de esas que los hombres inventan cuando el miedo comienza a apoderarse de sus cabezas. Historias fabulosas, algunas otras aterradoras, y la única vez que pregunté a un hombre que había vivido unos años en Mieza, simplemente se negó a hablar y se limitó a decirme: Vive y viaja más lejos que yo, hijo de Amíntor, pero nunca vayas para aquella región...

Hefestión miró de soslayo a Alejandro que, ocultando su sonrisa entre las mantas, no dijo nada, sólo recargó su cabeza en el hombro de su amigo y lo dejó hablar, cerrando los ojos para escuchar el desfile de historias que regaló a todos y que dejó que todos, por primera vez en sus cortas vidas, pudieran escuchar la adiestrada voz infantil de su amigo durante una hora entera.

Cuando las historias terminaron, todos se habían olvidado del frío y se limitaban a sentir los nervios crispados. Tiraron a suerte los turnos de guardia y la primera velada les tocó a Alejandro y Pérdicas, dejando a los demás abrazándose los unos a los otros en un pequeño montón de cuerpos con frío y con miedo por alguno de los daimon de los que había hablado Hefestión en sus historias. Pérdicas se sentó en cuclillas junto a la hoguera, pensativo, pasando el pulgar por el filo de la navaja que Leónidas le había dejado llevar y que fuera regalo de su padre, el general Orontes. Alejandro se sentó a su lado, silencioso, enfundado en su manta y en la capa que Hefestión le había entregado; sus ojos color marrón brillaron contra el fuego, no eran del mismo tono, se percató Pérdicas al momento.

Durante un tiempo, los dos compañeros se quedaron quietos y en silencio, mirando el fuego y dejando que sus pensamientos se quedaran en las historias que Hefestión había estado contando. Estaban en los límites externos de Mieza, y seguirían ahí durante varios días, como había dicho Leónidas, hasta demostrar que valía la pena que todos ellos estuvieran vivos. Pesando en esto, los ojos de Pérdicas y Alejandro se volvieron hacia Hefestión que dormía un poco siendo abrazado por todos (quizá porque sabían que era el único que nunca había acampado en su vida), y sonrieron.

El Amante del Sol de MacedoniaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora