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Un amplio círculo de luz abrazaba la mesa del rey y Hefestión estaba sentado ante la enorme mesa con forma de media luna. En su eterna imposibilidad por quedarse quieto, mientras se levantaba la Alejandría en el Hífasis, Alejandro había avanzado hacia el río Asesino persiguiendo al traidor, Poros el Bellaco, el sobrino del rey Poros.

Luego de cinco semanas de persecución demencial, con ayuda de Koinos y Crátero, atraparon a Poros el Bellaco y ya estando en Hidraota, por órdenes del rey, Hefestión dejó la construcción encargada a Pérdicas y él mismo fue a apaciguar la ciudad del traidor con un contingente de cuatro mil hombres y someter a las tribus libres, y después de cruzar el territorio de los hidroatas, Alejandro llegó ante la capital de los belicosos cátaros, Sangala.

—¿Porqué tan solo? —lo distrajo Medio parándose tras de él.

—Acabo de despedir al príncipe Sopeitas, Alejandro le ha confirmado su soberanía.

Medio hizo un gesto de aquiescencia.

—También el príncipe limítrofe, Fegeas, se ha puesto a las manos de Alejandro y tuve que redactar el tratado. Creo que me perdí descansando un rato—, echó la cabeza un poco hacia atrás y añadió: —Entré a este salón antes del desayuno, no he salido desde entonces y no sé qué hora es allá afuera.

—Falta poco más de una hora para la cena, no vine antes porque pensé que estabas con el rey Alejandro —le explicó.

—No lo he visto en todo el día. Hace un rato vino Bagoas preguntándome por él.

—Tal vez esté con su esposa.

La bactriana les causaba a todos una sensación de cautela.

—Tal vez —concedió Hefestión, pero de pronto sintió una aprensión en el pecho, había perdido la noción del tiempo, de haber sabido que había llegado la noche él ya habría salido a buscar a Alejandro. Suspiró.

Desde que habían llegado a Sangala las cosas habían sido un poco complicadas y apenas habían tenido todos tiempo para seguir respirando. Conquistada Sangala, Alejandro había corrido el rumor a las aldeas aledañas de que se respetaría a quienes se entregaran, pero los hombres de Sangala que habían escapado esparcieron a su vez la voz de las atrocidades macedonias, entonces el rey griego mandó a matarlos a todos.

Entonces todas las poblaciones que se encontraron se sometieron voluntariamente.

En esos momentos se encontraban asentados en las estribaciones del Imao y Alejandro ya pensaba en recorrer los caminos hasta las fuentes del Ifaso. Pero primero regresarían a Alejandría para averiguar cómo marchaba todo.

—¡Amo Hefestión! —gritó Bagoas entrando de golpe.

—¿Es de Alejandro?

—En la caballeriza —asintió.

Hefestión sintió que el alma le punzaba, se puso en pie y salió deprisa. Cruzó el pasillo lentamente, bajó las escaleras, salió del palacio y se encaminó a las cuadras con paso tenso, entró a la caballeriza y se quedó clavado en el suelo un momento. Inspiró hondo y llegó hasta donde se encontraba su amado, tumbado en el piso con la cabeza de Bucéfalo recostada apaciblemente en su regazo. El animal parecía dormido, salvo porque los caballos no se recuestan en el piso con las patas mansamente encogidas. Hefestión se hincó al lado del desconsolado hombre que vertía lágrimas silenciosas por el siguiente amigo caído. Todos morimos, se dijo Hefestión y estiró una mano para acariciar la frente cuadrada del animal. Alejandro levantó la mirada y al ver a Hefestión, dejó de acariciar al caballo y estiró los brazos para abrazarse a él.

Todos morimos, se dijo a su vez Alejandro, pero muy pocos como Bucéfalo tendrían el placer de haber ganado todas sus batallas y morir tranquilo, de viejo.

El Amante del Sol de MacedoniaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora