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Cuatro días antes de la incineración de Hefestión reinaba una gran tranquilidad en el palacio. Se lustraban los cofres cuyas barras de plata brillaban más que el oro, pero todos trabajaban en el más absoluto silencio, como temiendo perturbar la nueva y siniestra paz del rey.

Desde que se anunció que el catafalco estaba terminado, el rey Alejandro volvió a sufrir una recaída demencial. Los griegos decían que un alma no cruzaba al Hades sino hasta que un cuerpo se quemaba, de manera que Alejandro sintió de golpe la desesperación de saber que perdería a su amado para siempre y que sólo le quedaban cuatro días para poder estar juntos y la sola idea le volvió a sumir en la tristeza; entonces corrió a todos de su lado y se encerró en la habitación donde estaba el muerto. Se colocó al lado del féretro sin atreverse a abrirlo y lloró amargamente diciéndole que no estaba listo para no volver a verlo, sonreírse, oírlo contarle historias, y los hijos, esos a los que no criarían, que ya no crecerían como ellos lo habían hecho, y los sueños de conquistar el mundo entero, y simplemente se le hizo inconcebible seguir así. Los siguientes dos días regresó al cuarto, abrió el cofre para verlo, lo recordó, lo extrañó, repitió para él la Ilíada entera, lloró al hablar de la muerte de Patroclo, maldijo la suerte y luego simplemente se quedaba parado con la vista en Hefestión y no volvía a pronunciar palabra alguna.

—El invierno se me hizo eterno, la primavera se me ha pasado rápido, ya mañana empieza el verano —dijo Alejandro la mañana del cuarto día y sonrió al ver a Bagoas.

—Majestad, resignación.

—Sí, resignación.

—¡Mañana saldrá el sol, aunque los seres queridos nos hagan falta! —Hablaba de sus padres y del propio Darío a quien él había querido tanto y aunque murieron, él seguía vivo.

Alejandro le dedicó una extraña sonrisa, que Bagoas trató de descifrar, pero simplemente le fue imposible y mirando de soslayo el busto de Hefestión se dijo que él sí le habría comprendido y probablemente le habría hecho una señal para que los dejara solos y pudieran platicar sobre eso. Ptolomeo le conocía de más tiempo que Hefestión, pero no parecía capaz de comprender al rey, sólo de excusarlo.

—Hermoso mío, quiero que sepas que te agradezco que aceptes mi amor tal y como te lo doy. —Era la primera vez que Alejandro le decía que lo amaba. Pero antes que alegrarlo, Bagoas sintió como si se le encogiera el corazón.

—También le amo, todos le amamos. Es usted un gran hombre y tengo el placer de saberme amado por usted y amarle, no importa de qué amor se trate. Y sobre todo...

—Porque te amo, muchacho, quiero pedirte que no juegues a ser fuerte, eres inteligente, pero no fuerte, y cuando las columnas del imperio se estén cayendo, vete.

—¿Qué columnas...?

—Tú no eres fuerte, naciste para ser protegido, como un tesoro, para ser ocultado... Andando, que hoy la noche va a ser más larga que el día.

El día fue silencioso pero atareado. El crepúsculo encontró a la plaza de Babilonia, repleta de generales, sátrapas, sacerdotes, heraldos, los elefantes formados como un imponente muro y un grupo de trescientos músicos se habían reunido en una esquina para tocar desde que se encendiera la pira funeraria hasta que se apagara. Alejandro apareció con sus mejores ropas y una antorcha en la mano. Detrás, la reina, la viuda, el eunuco y los somatophylakes. Por el camino sur llegó Pérdicas que dirigía el carro donde se transportaba a Hefestión, el cual desprendía el aroma de exquisitos aceites y cuando Alejandro asintió, dos hombres fuertes cargaron con solemnidad el féretro y lo treparon por un par de escaleras hasta la punta del catafalco.

—¡Que el único fuego que arda sea el de Hefestión! —gritó Alejandro: le empezaron a zumbar los oídos—. ¡Apaguen todos los fuegos de los templos en Babilonia como he ordenado que suceda con el crepúsculo en todo mi imperio!

El Amante del Sol de MacedoniaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora