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En el verano del año 311 se firmó lo que Ptolomeo llamó un tratado de paz circunstancial con Antígono, las tierras que poseían todos hasta el momento fueron respetadas y el acuerdo incluyó que cuidaran de las satrapías hasta que Alejandro IV estuviera en edad para reclamarlas. A finales del otoño, Seleuco derrotó a Nicanor, aliado de Antígono, y se quedó con el ejército que éste tenía, haciéndose poseedor del ejército más poderoso en toda Persia, un ejército que podía compararse con el poderío que hasta el momento había ido adquiriendo Ptolomeo en Egipto.

Con aquél nuevo ejército, se dijo Seleuco al volver a Babilonia, podría conquistar toda Persia si así lo quería. En Egipto, las cosas se restablecieron en una fortuita paz y Surén agarró por costumbre todas las tardes mirar al horizonte con aire melancólico, con los pensamientos quizá puestos en la Grecia que había visto crecer a Alejandro III y a Hefestión Amíntoros o tal vez en la Persia que estaba condenado a jamás recorrer con libertad. Entonces, para mantener las penas en el corazón y las lágrimas sin fluir, miraba la isla donde Ptolomeo mandó a que se iniciara la construcción de un faro y, más allá, sobre la plaza principal, un Museo y una biblioteca eran comenzadas a planear. Algunas veces incluso pasaba horas enteras mirando la tumba de Alejandro III y le pedía en silencio que le contara de su padre Hefestión y le dijera, si era verdad que se habían juntado en la muerte, que él estaba bien en Alejandría y que era feliz.

En el año 310, la gente estaba tensa.

Macedonia estaba quieta, Tracia estaba inmóvil, Persia caía entre las silenciosas conquistas de Antígono y Seleuco que ahora disputaban un nuevo tipo de poder. Pero todo transcurrió en una extraña paz que no tocaba al creciente Egipto, entonces el año terminó, y el 309 rompió el silencio casi religioso que se había formado el año anterior, y se oyó un murmullo de sollozos.

Un suspiro de lágrimas, sólo de ese modo se puede describir el inicio del año 309. Al iniciar el verano de aquél año, Surén se había convertido en un atractivo joven, atlético, de facciones elegantes y ojos con una mirada pálida. Jamás sería el señor de esas tierras, nunca lucharía por lo que una vez había pertenecido a sus padres, pero le gustaba aquella vida que le había tocado vivir, y resultaba imposible no ser feliz en Alejandría.

Así, la mañana de su cumpleaños décimo cuarto, Surén logró formar parte de la escuela de filósofos e inició sus estudios para bibliotecario. Con Filadelfo por amigo, con Mino y Argus cuidando de él y viviendo en la deslumbrante Alejandría, siempre se podía ser feliz, incluso tanto, se dijo mientras caminaba por entre los barrios, que creía que ahora necesitaría con quién compartir tanta felicidad.

En el centro de la ciudad se hallaba la Asamblea, donde Surén había tenido la suerte de conocer a algunos ministros y contemplaba la posibilidad de convertirse en uno y trabajar para Filadelfo. También estaba ahí el templo donde reposaban los restos del Invicto Alejandro, un sitio espléndido al que todo el mundo asistía en el afán de conocer a quien un día había conquistado el mundo entero y recibir su bendición en aquellos tiempos de guerra.

Las plazas, los mercados, los templos, los baños, los gimnasios, los estadios y demás edificios públicos ofrecían a la mente avivada de Surén muchas cosas en qué entretenerse y demasiadas cosas qué aprender. En el puerto, barcos con pasajeros y mercancía entraban y salían todo el día.

Los habitantes de aquella magnifica ciudad eran en su mayoría griegos de todas las procedencias. También había una colonia judía y egipcia que habían emigrado a aquellas tierras deslumbrados por el esplendor de la Alejandría con la que, sin duda, habían soñado Alejandro y Hefestión alguna una tarde caminando por el puerto o mientras miraban los planos. Egipto había sido bendecido por ambos hombres, a nadie le quedaba dudas, y sería eterna y sería hermosa hasta el final de los tiempos.

El Amante del Sol de MacedoniaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora