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Ecbatana era, en palabras de Bagoas, la residencia de los reyes persas durante el verano, de manera que si Alejandro llegaba a ella y pasaba allí aquella temporada desplazando a Darío sería como gritar a los cuatro vientos que ahora él era el nuevo Rey de Reyes, y si Darío se marchaba, estaría entonces cediendo el poder a Alejandro ante todos los hombres de esas tierras.

En el trayecto a Ecbatana se cruzaron por varios pueblos, desde pequeños con pocas casas, hasta enormes aldeas repletas de mercados. Gabai, Zayande, Aspahan, Jay, Yahoudiyeh... Y en cada una de ellas, Alejandro compró ropa nueva, se vistió con el cinto persa y cambió las correas y las sillas de todos los caballos por riendas de cuero grabadas al estilo persa y puso por sillas las suaves telas de piel que usaban en esas tierras, adornó las crines de Bucéfalo y de todos sus hombres más cercanos, a la usanza aqueménida que representaba el poderío del rey persa, dejando en claro lo emocionado que estaba ante la idea de que le reconocieran en esas tierras como el nuevo Rey de Reyes.

La marcha se reanimó cuando encontraron sobre del camino marcas de carretas, señal de que Darío y sus hombres no les sacaban tanto tiempo de ventaja. Cabalgaban a buen paso y con las frentes en alto, y Alejandro sonreía de vez en cuando, probablemente pensando en lo que sucedería una vez que llegara a Ecbatana a pasar una temporada del verano reclamando ser reconocido como el nuevo rey persa y, con algo de suerte, con Darío capturado podría utilizar por fin el título de Rey de Reyes.

—¡Alejandro!

El rey salió de sus pensamientos y vio a Medio que regresaba cabalgando a toda prisa en compañía de uno de los soldados que le habían acompañado en la avanzadilla. Con palabras un tanto atropelladas, el soldado, mano derecha de Hefestión, le explicó que a poco más de una legua adelante habían encontrado carros y caballos y sirvientes asesinados, y Darío, entre ellos, agonizaba: todo cuanto había podido oír decir a Antígono antes de salir en busca de Alejandro, era que un tal Bessos (de nuevo la mala pronunciación griega) lo había traicionado. La noticia fue recibida con injuria por Alejandro, quien maldijo a aquellos que se atrevían a traicionar a su rey y azuzó a Bucéfalo el cual salió corriendo con el poder de sus patas, seguido muy de cerca por Céfiro que era, por mucho, el único que podía seguirle la carrera mientras los somatophylakes y amigos los seguían a la distancia.

Una legua fue recorrida en minutos, y apenas hubo llegado al lugar donde estaban los muertos, bajó Alejandro de Bucéfalo de un salto y echó a correr hacia donde hacían guardia sus soldados. Ahí estaba Darío, con el pecho ensangrentado. Hefestión, detrás de su amado, recordó la imagen de Filipo que había terminado sus días de grandeza de una manera semejante. El hombre jadeaba, tosía, y con las pocas fuerzas que le quedaban, murmuraba que tenía sed.

—Agua —ordenó Hefestión a uno de los soldados mientras Alejandro se hincaba.

Alejandro sostuvo su cabeza con cuidado y lo levantó brevemente, como había hecho un día con Filipo, y le dio de beber tranquilamente, luego, cuando Darío terminó su trago, murmuró algo sobre su mal destino por no tener vida suficiente para pagarle a Alejandro aquél favor dado en su lecho de muerte. Con una mirada desvaída agradeció también al rey griego por cuidar de su familia.

Así, Darío soltó un fuerte suspiro y perdió la vida.

 —Sólo por ser rey —susurró Alejandro mientras se quitaba la capa y cubrió con ella el cuerpo del rey caído.

El Amante del Sol de MacedoniaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora