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Seis semanas era en verdad poco tiempo para planear y preparar una boda real.

Seis semanas fueron suficiente tiempo para que Olimpia gritara a Alejandro una y otra vez que aquél matrimonio le traería problemas a él. Pero como éste no aceptó hacer nada para impedirlo, causó toda una revolución en el palacio.

Seis semanas y los sirvientes corrían de aquí para allá, temerosos de la ira de Olimpia y su demencia, atareados con los preparativos y muchos sirviendo a regañadientes al rey que no paraba de discutir con la reina, lo que los llevó a tener una pelea tan fatal que Filipo explotó y puesto que no lo dejaron matar a la mujer, se dio por bien servido repudiándola y dejando así el espacio libre para declarar a Eurídice la nueva esposa principal. Seis semanas de caos y aun así los amigos tuvieron tiempo para ir a buscar a Alejandro para asegurarle que volverían a ayudarlo a detener el matrimonio si así lo deseaba, pero, pese a su evidente molestia, el príncipe se mantuvo firme y anunció que él no intervendría en los problemas de sus padres, y todo cuanto habló con Filipo en privado fue para acordar con él que Olimpia, por ser la madre de Alejandro, heredero al trono, mantendría en ese castillo su posición de mujer de la corte real aunque no se le pudiera volver a llamar reina. Atalo manifestó que estaba en contra de ello, pues temía que Olimpia o Alejandro arruinaran la boda o hicieran daño a Eurídice, pero el rey aseguro que sería peor si corría a Olimpia de ahí.

Solamente seis semanas y Macedonia se había quedado sin reina y el castillo entero parecía a punto de estallar en una fría guerra donde la sangre correría en cualquier momento.

***

Haber casado a Alejandro habría sido darle más poder en el trono de Macedonia. Pero para Filipo su boda con Eurídice sería más que nada para comprobarle a todos que era tan capaz de estar con una mujer como de conquistar Persia; su boda con Eurídice afianzaría aún más su poder en el trono macedónico.

El día de la boda, Alejandro se puso un chiton nuevo y una clámide blanca con hilos plateados y decoró sus pardos cabellos con algunos hilos mientras que se colgaba collares y pulseras de oro y ponía anillos en sus dedos. Hefestión se presentó con sus mejores ropas, aunque su túnica era más bien larga y de tela delgada en un hermoso tono perla con la clámide blanca y sin adorno alguno, a la moda ateniense. Olimpia había declinado a asistir, pero aseguró a su hijo, extrañamente tranquila, que estaría todo el día metida en sus nuevos aposentos.

Y Filipo mandó a vigilar a Alejandro para que no arruinara la boda; Alejandro puso a vigilar a su madre para asegurarse de que no saldría del cuarto y Olimpia mandó a sus propios espías para que mantuvieran vigilado a Filipo por si intentaba hacer algo fuera de lo que ella había planeado.

Alejandro se había sentido tentado en más de una ocasión de arruinar la fiesta, pero pronto se volvía a convencer de que hacía mejor no metiendo las manos al fuego otra vez.

Aquél día todos los amigos, incluyendo a Alejandro y Hefestión, asistieron a la boda dispuestos a pasarlo bien y esperando lo peor. En su cabeza, Alejandro se dijo que el día en que él se casara su boda no habría de causar tantos estragos ni se llevaría a cabo entre tanta tensión. Cuando estaba entrando al salón del palacio, todos sus amigos lo abrazaron en señal de apoyo. Eurídice estaba hermosa, con el velo echado encima lucía tan encantadora como virginal. Todo giraba en torno a los nuevos esposos y nadie prestaba atención al príncipe y su comitiva, sólo Pausanias, un par de veces, se aproximó a Hefestión y le advirtió en voz queda que estaban vigilando los soldados a Alejandro y que él estaba vigilando de cerca a Atalo. Con este tipo de ambiente, los amigos de Alejandro no se separaron nunca de él, pero tampoco se negaron a reír, charlar, comer y beber a placer.

Cuando se hicieron las ofrendas invitando al dios de la guerra como anfitrión de la boda, Alejandro se fue a un rincón del salón y se quedó ahí de pie abrazado a Hefestión. Luego vino el banquete. La fiesta estaba en su apogeo y fiel a las costumbres macedónicas el vino fue de lo que más abundó en tal cantidad que en poco tiempo todos los invitados, hombres por un lado, mujeres por el otro, terminaron borrachos. Todo fue alegría hasta que Filipo, sentado ahora entre Cleopatra y Eurídice, con Atalo cerca y Alejandro apenas lejos de él, se puso en pie y comenzó a hablar de guerras, vino y mujeres, ostentando su poder como nuevo hegemón de la Liga Helénica. Y cuando Filipo no tuvo más que decir, y cuando los aplausos terminaron, fue entonces Atalo quien pidió la palabra para hacer un brindis.

El Amante del Sol de MacedoniaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora