PRÓLOGO

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Seattle Glenn Hospital
Hace diez años...

Lloraba desconsoladamente entre los brazos de mi madre, esos que siempre lograban abrigarme y protegerme hasta en mis peores días, y que ahora eran un recordatorio de lo que yo nunca podría tener. Me costaba creer lo que me había dicho la doctora.

Todos mis sueños, mis planes, mi futuro... todo ello se fue a la basura, todo con lo que soñé desde pequeña se había ido en un abrir y cerrar de ojos.

—No llores, hija. Eres muy joven, la medicina ha avanzado mucho, dentro de unos años te reirás de esto.

Los intentos de mi madre para tranquilizarme a toda costa fueron en vano. ¿Y cómo no? Si ni ella era capaz de ocultar sus propias lágrimas de dolor.

—Mamá, sácame de aquí, por favor. Quiero irme a casa.

Las palabras rasgaron mi garganta, provocando solo dolor y tristeza a su paso. Era injusto. La vida estaba siendo demasiado injusta conmigo.

¿Por qué a mí?

Era la pregunta que no podía responder sin desear haber muerto.

Algo se rompió en mi interior cuando la doctora, con voz firme y desapasionada, me había dado mi diagnóstico. De repente, ya no era la chica de diecisiete años con el corazón desbordante de vida y esperanza.

Ahora solo era un cascarón vacío.

Una persona con un trauma y muchas cicatrices que, si mirabas desde muy cerca, podrías apreciar cada rasguño e imperfección. Una chica con grietas en el alma y el corazón, grietas que amenazaban con romperla en millones de pequeños pedazos.

Fue un tiempo después, no sabría decir fechas exactas, cuando me di cuenta de algo. Descubrí que cada persona tiene que pasar por algo que lo destruya para descubrir quién es realmente.

Y a pesar de que probablemente aún era demasiado pronto, las heridas emocionales que tenía eran muy profundas, decidí una cosa.
Si el fénix había resucitado de sus cenizas, yo haría fuego de mis lágrimas.

Desde ese momento, toda mi energía y fuerza de voluntad estaban puestas en lograr un único objetivo: sobrevivir aquella situación.

Y salir con ventaja de ello.

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