3. La dichosa sombra del pitufo

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Entré en el único lugar que conocía de la ciudad, y al que mis pies me llevaron sin problema alguno

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Entré en el único lugar que conocía de la ciudad, y al que mis pies me llevaron sin problema alguno. A veces mi memoria llegaba a sorprenderme. Nunca fui un tipo de esos que saben llegar a todos lados por obra y gracia de a saber qué, ni tampoco me ubico demasiado bien, pero en este caso fue diferente.

Llegué a la tetería a la que días antes me había acercado Diego sin necesidad de preguntar —y menos mal, ya que desconocía el nombre—, ni de regresar a casa.

Me agencié una de las mesas más al fondo, aunque por suerte el local estaba casi desierto. Justo lo que necesitaba para poder escribir con tranquilidad. Sonreí a la nada a la vez que me dejaba caer en uno de los sofás y sacaba mi ordenador portátil de su respectiva funda.

Instintivamente busqué mi teléfono móvil —el cual dejé sobre la mesa— y un papel que tenía guardado como oro en paño, y me dispuse a pasear la vista por su contenido mientras que no se acercaba nadie a tomarme nota, aunque poco tiempo tuve. En cuestión de segundos me vi obligado a dejar a un lado el papel donde había garabateado una y mil veces el nombre de la protagonista de mi próxima novela, tal como haría cualquier adolescente enamorado en la libreta de sus deberes, para atender a la camarera que se acercaba hacia mí.

Nunca fui una persona de esas que se quedan con la cara de los demás, pero no dudé en ningún momento de que se trataba de una de las amigas de Diego. Supongo que lo supe por la forma en la que me miraba, como si me conociera de toda la vida, o esa sonrisa. O puede que fuera por lo que me dijo a continuación:

—Buenos días, primito —soltó con guasa—. ¿Y esta sorpresa?

Me encogí de hombros como respuesta.

—El hambre manda —respondí—. Bueno, eso y mi ansia por trabajar en un lugar tranquilo. Con Marta en casa es imposible.

Me reí tras decir esto, y ella me dio la razón con un movimiento de cabeza.

—¿Sabes lo que quieres pedir o te fías de mí? —preguntó alzando las cejas varias veces.

Me volví a encoger de hombros y sonreí con ella.

—Te traeré el desayuno de los campeones, entonces —sentenció—. ¡Aída, un pitufo con sombra1 para el primo! —le gritó a su compañera.

La miré como si estuviera mal de la cabeza pensando que tal vez se trataría de algún tipo de lenguaje extraño entre ellas. Se giró de nuevo hacia mí y, tras dedicarme una pequeña sonrisa siniestra —o por lo menos me dio una impresión un tanto extraña— desapareció de mi vista.

Tras ese momento surrealista decidí volver a mis labores. Retomé el papel con la ficha resumida de mi protagonista, sabiendo que había llegado el momento de añadirla a la trama.

—Amelia —murmuré, ajeno a todo.

Necesitaba darle un giro, un giro espectacular. Necesitaba que su presencia fuera necesaria para Carlos, y esas piezas estaban unidas. Tenía claro qué papel iba a jugar y hasta qué punto iba a ser imprescindible. Lo único que todavía no conseguía enlazar era la supuesta relación amorosa entre ellos. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Por qué? Todo me parecía imposible.

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