7. Un café aburrido para mí

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Por primera vez en semanas decidí concederme el día libre: sin presiones, sin nada que me atara o me obligara a pasarme la tarde encerrado dentro de una habitación

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Por primera vez en semanas decidí concederme el día libre: sin presiones, sin nada que me atara o me obligara a pasarme la tarde encerrado dentro de una habitación.

Esperé pacientemente, con el teléfono móvil en la mano, a que la bendita alarma del día sonara —esa que me notificaba que la cuenta atrás cada vez me ahogaba un poquito más—, y la apagué con rapidez. Respiré hondo, enfundado con una chaqueta, bufanda y gorro, salí de casa.

Comencé a caminar sin destino fijo. Todo me daba igual. Necesitaba respirar, dentro de esa casa estaba comenzando a ahogarme entre de mis propios pensamientos. Mis malditos miedos estaban a escasos segundos de llegar a perturbarme.

¿Y qué si al final lo perdía todo? Todo por lo que había luchado, todo lo que amaba.

Toda mi vida se reducía a las novelas. Con veintitrés años, poco después de terminar la carrera de periodismo, tuve la grandísima suerte de ser uno de los ganadores del concurso que me cambió la vida, organizado por una de las mayores editoriales del país. Lo cierto era que me había presentado un poco por probar suerte, y cuando me llegó el correo no me lo podía creer.

Un año y medio después, Miguel comenzó a coquetear conmigo en una de las cenas de la editorial. No voy a negar jamás la atracción que sentía por él antes de ese día, ni tampoco que no hubiera fantaseado con ese beso alguna que otra vez; por eso cuando llegó el momento, ni lo dudé.

Lo besé yo, y fue posiblemente uno de los mayores errores de mi vida. Gracias a ese maldito beso me encapriché de él, y perdí por completo la cordura. Incluso el hecho de que estuviera casado me dio igual, hasta que algo cortocircuitó mi cerebro. Y ese algo —o más bien alguien— fue Gema.

Ella me hizo ver que no estaba haciendo lo correcto. Fue la base para que yo decidiera finalmente abrir los ojos, darme cuenta del daño que le estaba causando a otra persona a cambio de mi propia felicidad. No estábamos siendo justos, y yo en mi pequeña nube de amor no me había dado cuenta de ello. Me había comportado como un egoísta.

Me dejé caer sobre un banco, mirando hacia todos lados. La ciudad estaba casi desierta a esas horas de la mañana, muy posiblemente también debido al clima gélido al que al parecer no estaban demasiado acostumbrados. Clavé la vista en una pareja que atravesaba el parque a toda prisa. Entre risas y cuchicheos llegaron a la otra esquina y se metieron dentro de un portal. Yo siempre quise algo así, alguien que me quisiera por cómo era y con el que no tuviera que esconderme. Alguien con quien pasear de la mano por la calle o con quien bromear abiertamente.

Sin saber por qué, busqué el móvil en el bolsillo de la chaqueta. Tras desbloquearlo comencé a moverme a través de la pantalla, sin entrar en nada en concreto. Aprecié como tenía diversas notificaciones, y fue así como descubrí el mensaje de Miguel, que me había pasado complemente desapercibido hasta ese momento.

«Ven a verme y lo hablamos»

Paseé los dedos por la pantalla, decidido a eliminar su mensaje. Sin pensarlo, clavé la vista en la foto de su perfil, hasta que sentí como las tripas se me comenzaban a retorcer.

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