Anticipación. Nervios en el estómago. Miles de sentimientos en un segundo, en un milímetro. Deseo.
—Te lo prometo —dije en un susurro, como una suave plegaria.
Le hubiera prometido cualquier cosa que me hubiera pedido en ese momento, ya hubiera sido que me cortara un brazo y se lo diera. Hubiera hecho cualquier cosa al solo ver su expresión, sus ojos, que de pronto se desviaban a mis labios. Mi corazón latía a mil por hora y parecía que se me iba a salir del pecho. Quizás incluso él escuchaba los latidos. Tragué en seco y me di cuenta de que estaba de nuevo sobre analizándolo todo y que lo único que tenía que hacer era sentir y dejarme llevar.
—¡Excusi, signore!
Una ráfaga de aire frío se coló entre nosotros cuando la voz del camarero que nos había atendido sonó estridente en la quietud de la noche y ambos dimos un paso atrás de un salto. Lo odié. De verdad que lo odié con todo mi ser e intenté hacérselo notar con mi mirada envenenada.
—Excusi —repitió, probablemente sin darse cuenta del momento que había interrumpido—. Su gorro.
Se lo acercó a Héctor que le agradeció como una leve sonrisa forzada. Abrí la puerta del coche, dejándome llevar por el enfado y la frustración. Héctor me miró con su gesto amable, apretó sus labios y fue hacia el lado del copiloto.
Aún notaba el bombeo de la sangre en mis oídos. Me eché sobre mis brazos, apoyados en el volante. Cuando entró lo miré, dándole una leve aunque sincera sonrisa. Su simple presencia me hacía sonreír y eso realmente no me había pasado antes, no al menos que yo recordara.
—¿Quieres irte? —le pregunté
Siempre quería que tuviera una opción, que no se viera arrastrado a nada por el hecho de no saber qué hacer o dónde ir.
—¿Sigues con tu plan de descuartizarme en este aislado lugar? —bromeó.
Puse una cara siniestra antes de que los dos saltáramos en carcajadas.
—No quiero que termine aún esta noche —reconocí cuando me hube calmado.
No era la primera vez que pensaba que esa sonrisa me mataría de alguna manera, probablemente de combustión espontánea. Afirmó vehemente con la cabeza, por si no me había quedado clara su decisión.
Arranqué el coche e hice la vuelta por el camino de tierra, riéndome por el golpe que casi se da por culpa de un bache que no se esperaba. En vez de poner rumbo a su casa para dejarlo me dirigí hacia el paseo marítimo, sabiendo que no tendría aquella noche, y menos a esas horas, problema alguno para aparcar. Sonrió cuando vio dónde estábamos, probablemente reconociendo el lugar de haber pasado el día anterior cuando fuimos a la cena con Irene y Migue.
Ayer. Solo fue ayer cuando se decidió a contarme sus problemas y temores, y cuando todo casi se había ido al carajo. Hacía solo veinticuatro horas. De las más largas e intensas de mi vida. Se ajustó bien el abrigo, cosa que yo imité, y se puso el gorro, al que inconscientemente miré con odio. Sí, me dio entonces por odiar una cosa inanimada, volvía a sentirme muy maduro.
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El mejor error
RomanceHéctor es un escritor bloqueado que decide cambiar de aires y de ciudad, huyendo de sus problemas. Víctor es un matemático algo frustrado que pasa el tiempo entre el trabajo y sus amigos sin ganas de complicarse la vida. La casualidad hace que sus...