Mi abuela siempre nos decía que un amigo está en los buenos pero, sobre todo, en los malos momentos. Y fue algo que me quedó grabado a fuego hasta tal punto que siempre fui muy selectivo con la gente de la que me rodeaba.
Al parecer esa enseñanza también le había quedado igual de cincelada a Diego.
Pero cuando me encontré con ella en el umbral de la puerta me di cuenta de que aunque no tuviera un grupo tan amplio de amigos, había tomado las decisiones correctas. Empapada de arriba abajo, con la ropa sucia y el pelo pegado al rostro. Sonreí sin querer, dispuesto a abrazarla y comérmela a besos. Pero tan pronto me intenté acercar, me separó con un movimiento rápido de mano.
—Te odio —me saludó con una sonrisa siniestra. Me dio un empujón intentando tirarme, que no consiguió moverme ni un solo pelo.
La observé durante un largo rato intentando decidirme entre mostrarme preocupado por ella o directamente echarme a reír a carcajadas en el suelo.
—¿Pero qué diablos te pasó? —pregunté, apartándome para que entrara.
Vi su expresión descompuesta y cabreada y, sin saber por qué, me eché a reír.
No era frecuente ver a Gema con esas fachas, no podía reaccionar de otra forma. Era imposible.
—Llueve un poquito —protestó—, y mi mejor amigo pasó de ir a buscarme a la estación. ¿Sabes la de vueltas tuve que dar para encontrar esto?
Vi como movía las manos a toda leche, tanto que me costó seguirle el ritmo.
—Espera ahí, ¿cómo iba a saber que venías? —pregunté alucinando—. Y además, ¿cómo cojones supiste llegar aquí?
No entendía nada. No sabía si se debía a las escasas horas que había dormido hoy, o a mi situación actual. Pero estaba alucinando.
—¡Porque te avisé! Te avisé tan pronto me dijiste lo del idiota de Miki, te avisé antes de salir de casa con la hora a la que llegaría, y te envié como trescientos mensajes desde la estación. Sí, señorito, ¡te avisé! —protestó de nuevo—. Y lo de llegar aquí fue gracias a Gabo. Resulta que me vino bien tu estúpida manía por el orden. Le pedí que buscara la dirección de tus tíos en la agenda y la encontró en menos de dos minutos.
Negué con la cabeza como si nada tuviera sentido. Cerré la puerta y le pedí que me acompañara, pensaba demostrarle que le había enviado los mensajes a la persona equivocada. Igual hasta la había ido a recoger a la estación y ella ni se había enterado.
La llevé a mi habitación, desbloqueé el móvil y, al entrar en su conversación me di cuenta de que tenía razón.
—Mierda —susurré.
Escuché como soltaba un «¡Já!» y movía la cabeza hacia los lados, como siempre que me regañaba. Solté un pequeño resoplido, sintiéndome terriblemente patético.
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El mejor error
RomanceHéctor es un escritor bloqueado que decide cambiar de aires y de ciudad, huyendo de sus problemas. Víctor es un matemático algo frustrado que pasa el tiempo entre el trabajo y sus amigos sin ganas de complicarse la vida. La casualidad hace que sus...