A pesar de lo mucho que me habría gustado poder ver a Víctor estos días, sabía que lo correcto era mantener las distancias. Necesitaba darle el ultimátum a la novela de una vez por todas, y sabía también que el fin de semana en la tetería era complicado, y él saldría agotado.
Como predecía, con un fin de semana de trabajo prácticamente continuado, había terminado de pulir lo que consideraba imprescindible, dejándola totalmente lista para la edición. Yo ya no podía hacer mucho más por ella.
Tenía sentimientos contradictorios: por un lado estaba feliz como nunca antes por haber culminado con ese proyecto, y por otro sentía una fuerte angustia por no saber qué hacer con mi vida a partir de ahora.
La conversación con Gema por videollamada, como siempre solía ocurrir, solo había servido para que mis dudas se hicieran mayores. Me había confundido a niveles insospechados, llegando a obligarme a seguir tres pasos: dejar de hacer el gilipollas y hablar con él —palabras textuales—; hacer una lista de pros y contras; y, por último, decidir que mi futuro estaba en Madrid. Supe que esto me lo decía solo como mejor amiga que no me quería perder, pero le sonreí agradecido como si me hubiera dado la solución a todos mis locos problemas.
Pero lo cierto era que esos días me habían permitido pensar más de la cuenta en el futuro, y tenía bastante claro lo que yo quería hacer con él. Pero no dependía solo de mí.
El lunes, poco antes de enviarle el mensaje a Víctor para verlo —ya que con el tiempo que llevaba en Málaga me había quedado claro que ese día la tetería cerraba—, me llegó uno de Irene preguntándome si me venía bien quedar con ella y con su editora para comer y charlar. Por mucho que me apeteciera ver a Víctor, estaría loco si me negara a acudir.
Y el martes llegó antes de que me diera cuenta. Nacho me había citado en la tetería esa mañana para darme la disolución del contrato y hacerla de ese modo oficial.
Me sentí como si me hubiese quitado un peso enorme de encima. Aunque ya era prácticamente oficial, firmar ese documento me dio una paz que ni yo mismo sabía que necesitaba. Además, Lydia me había asegurado que trabajo no me iba a faltar con ellos, lo que me daba mucha más seguridad en mí mismo y en mis novelas.
No podía sentirme más agradecido con ellos y, sobre todo, con Víctor. Era él quien me había dado el impulso necesario para hacerlo, y por ello quise sorprenderlo. No tenía ni idea de en qué terminaría todo eso que habíamos comenzado, pero quería averiguarlo. Y no tenía mucho tiempo para hacerlo.
Mi nivel de romanticismo siempre había sido nulo, así que simplemente me dejé llevar por lo que me apetecía. Me informé con Irene y me comentó que había una bocatería donde hacían unos camperos alucinantes y que a Vic le encantaban. Además, me envió la dirección exacta del piso que compartía con Rocío —ya que con mi nulo sentido de la orientación, daría vueltas por toda Málaga antes de encontrarla—. Con ese detalle bajo la manga, y los camperos, por supuesto, me animé a presentarme en su casa en taxi.
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El mejor error
RomanceHéctor es un escritor bloqueado que decide cambiar de aires y de ciudad, huyendo de sus problemas. Víctor es un matemático algo frustrado que pasa el tiempo entre el trabajo y sus amigos sin ganas de complicarse la vida. La casualidad hace que sus...