23. Oye, primo, ¿sabes qué? Me gustan los tíos

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No lo pensé

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No lo pensé. Escucharlo hablar de ese modo tan especial de sus amigos, los que él consideraba familia, me ablandó por completo el corazón y tuve que besarlo.

Estaba casi seguro de que si llegara a planteármelo por lo menos durante cinco segundos, me habría contenido. Tenía bastante práctica en ese sector, pero realmente no pensé en nada: ni en que Víctor no quisiera hacerlo público, ni en que mi primo se pudiera enterar de todo de la peor de las maneras.

Y, cómo no, todo sucedió a la vez.

Clavé la vista en Diego, pasando por completo de todos los demás. No tenía ni idea de si todos lo habrían visto o no, porque lo cierto era que en ese momento solo mi primo me importaba. Me giré rápidamente hacia Víctor quien, con el rostro descompuesto, asintió, sabiendo lo que sin palabras le estaba preguntando. Necesitaba hablar con Diego a solas.

Me acerqué hacia él en silencio y, tras dirigirle una mirada, me animó a seguirlo hacia la cocina. No sé si fue impresión mía, que solo estaba centrado en lo que realmente me importaba, pero notaba todo en un silencio que me dio terror. No quería ser el causante de estropear una fiesta.

Lancé un fuerte suspiro tan pronto cerré la puerta detrás de mí, intentando infundirme del valor suficiente para afrontar lo que fuera que quisiera decirme Diego.

—¿Qué acaba de pasar? —me preguntó tras un pequeño silencio que se me hizo eterno—. ¿Estáis...?

—Diego, yo... —lo interrumpí todo lo rápido que pude.

No quería que siguiera por ese camino porque sabía que no sabría responder. Ni siquiera sabía qué éramos, no existía una etiqueta y hasta ahora tampoco me había preocupado demasiado. Hasta ahora.

Moví la cabeza con rapidez de un lado a otro intentando centrar mis ideas. Me abaniqué con la mano, sentía que me estaba comenzando a faltar el aire.

—Héctor —comenzó, apartando una silla y dejándose caer en ella—. Puedes ser sincero conmigo, ¿vale? Yo no te voy a juzgar.

—No es eso —reconocí por fin—. Creo que te enteraste de la peor manera.

Me reí de puros nervios, y me sentí complacido al ver que él hacía lo mismo.

—Yo también lo creo.

Me sentí fatal al escucharlo de sus labios, sobre todo porque noté el tono molesto que arrastraba. Hasta cierto punto lo entendía, aunque tenía que darse cuenta de que mi situación no era precisamente fácil.

—¿Por qué nunca me lo dijiste? —me preguntó con un hilo de voz.

—¿Tú alguna vez me confesaste que te gustaban las mujeres? —pregunté, sentándome a su lado. Vi como se encogió de hombros—. Pues a mí me pasó lo mismo, Diego. Porque se considere menos "normal" —entrecomillé— creo que no tengo que estar anunciándolo y sí —me apresuré a añadir al ver como entreabría los labios—, sé que debías de haberte enterado de otra forma y lo siento, pero no sabía cómo decírtelo.

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