30. ¡Este pajarito está buenísimo!

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Llevaba apenas cinco minutos hablando con María, que me estaba facilitando una salida en caso necesario cuando escuché su voz

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Llevaba apenas cinco minutos hablando con María, que me estaba facilitando una salida en caso necesario cuando escuché su voz.

―¡Víctor!

Me giré rápidamente para mirar hacia la mesa cuando me di cuenta de que ya estaba a mi lado. Sorprendido miré sus zapatos de tacón, preguntándome cómo era posible que hubiera andado tan rápido con eso puesto.

―¿Tienes que trabajar? ―me preguntó de pronto.

Negué con la cabeza despacio, no sabiendo por dónde me iba a salir.

―¡Enséñame Málaga! ―pidió poniendo ojos de cachorrito abandonado, lo que me hizo reír―. Por fiiiiii.

Me llamaba la atención lo mucho que me recordaba a Rocío. Si las llegara a presentar o se llevarían genial o se matarían vivas para ver cuál de las dos estaba más loca. Miré a María que sonrió y no tuve ninguna duda en que estaba pensando lo mismo.

Asentí accediendo a su pedido y la vi dando pequeños saltitos y rápidas palmadas por lo que tuve que reír de nuevo. Por más cansado que estuviera y más ojeras que pudiera tener por solo haber dormido dos horas, sabía que no me podía negar. No solo por la manera en que me estaba mirando, sino porque sabía que para Héctor era importante. Hablando del rey de Roma, apareció en ese momento con una cara un tanto compungida, y me hizo un gesto de disculpa por su amiga.

Lo miré, y tuve que sonreír más aún al ver su expresión. Él no había tenido mucho tiempo más que yo para dormir y, sin embargo, se le veía feliz y radiante. Estaba claro que necesitaba tener allí a su mejor amiga, no lo culpaba en absoluto, ella parecía ser un soplo de aire fresco.

Noté que me cogió del brazo y me arrastró fuera del local. Solo pude decir adiós con una mano a María, que no paraba de reírse. Héctor se quedó rezagado pagando seguramente lo que había pedido y poco después se nos unió, andando ligero para alcanzarnos.

―¿Gema, podrías dejar de agobiarlo, por favor?

Ella abrió la boca indignada.

―¡Qué dices! Yo no lo agobio, idiota ―le dijo sacándole la lengua. Luego se dirigió a mí―. No te agobio, ¡a que no!

―¡Para nada! Es normal en mi día a día ser arrastrado por la ciudad ―comenté bromista.

Ella rio, y respiré teniendo la sensación de que había dado la respuesta correcta. Dimos un paseo por la ciudad, a un paso más normal y no tan acelerado como al principio, mientras les iba contando curiosidades. Gema entre medias me iba preguntando cosas de mí, como parte de la conversación. Tenía la sensación continua de que estaba en un examen y que de lo que contestara dependería mi futuro. Era una selectividad sin siquiera haberme preparado.

Héctor por su parte trataba de contenerla, pero no tenía más éxito del que tendría si tratara de parar un tren en marcha. La cara del pobre mío era un poema y yo estaba sufriendo más por él que por mí.

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