1.- Otra vez la historia de las estrellas

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Kevin

Cerré el libro de matemáticas cuando oí la puerta de mi habitación abrirse, y lo escondí lo más rápido que pude debajo de los apuntes.

—¡Qué asco, Kevin! —se quejó mi padre a mi espalda—. ¿No puedes hacer eso cuando no haya nadie en casa?

—Como si tú no lo hicieras —me defendí malamente.

Podía haberle dicho que estaba estudiando, pero prefería que pensase que me estaba pajeando, la verdad. Era mucho más sencillo de explicar.

—Nos están esperando, date prisa.

—Pero ¿acabo o paro? —sonreí burlón.

—Haz lo que quieras, pero no me lo cuentes.

Salió de la habitación otra vez y yo no pude evitar reírme un poco, mientras colocaba los apuntes y escondía los libros en la mochila. Me levanté poniéndome la chupa de cuero y me peiné con los dedos mientras bajaba los escalones de dos en dos.

—Ya era hora —se quejó Vicky, que estaba sentada en el sofá mirando el móvil.

—¿De qué, Win? —pregunté sin muchas ganas, aunque no dejé que respondiese—. ¿De verdad tengo que ir, mamá?

—De verdad de la buena —se rio un poco, levantándose de al lado de mi hermana—. Vamos, será un rato y tampoco estabas haciendo nada.

—Eso lo dices tú —se burló mi padre, asomándose desde la cocina—. Yo creo que estaba ocupado.

—¿Qué estabas haciendo, Kev? —preguntó Vicky con cierta inocencia.

Mi hermana solo tenía dos años menos que yo, y nunca me había supuesto algo demasiado notable. Desde niños jugamos juntos y compartimos todo. Pero ahora que yo tenía casi diecisiete y ella casi quince, la diferencia parecía abismal.

—Leer artículos sobre tacones —respondí muy serio, tendiendo la mano a mi hermana, que casi saltó del sofá para abrazarse a mí—. Quería saber cuáles combinaban mejor con mi bronceado caribeño.

—Pues los rosas, siempre los rosas. Eso dice la tía Saray —asintió formal.

—¿Nos vamos o qué? —Les metí prisa, por molestar más que nada—. ¿Puedo conducir? —pedí, cogiendo las llaves del coche al pasar por la entradita.

—Ni de coña —negó mi padre, quitándomelas sin muchos miramientos.

—El tío Abram dice que tú conducías con catorce años... —me quejé un poco.

Sabía conducir, mi padre me había enseñado en cuanto llegué a los pedales, pero no me dejaba coger el coche dónde, según él, «hubiera gente inocente» y mucho menos si «alguien que me importa va en el coche». Le había preguntado si no podría conducir nunca, porque yo le importaba e iba a en el coche y me había respondido que se alegraba de que captase el mensaje.

—Pero yo no conducía el coche del tío Abram.

—Entonces, si Kev roba un coche, ¿puede conducir? —preguntó mi hermana, mientras entrábamos en el garaje del chalet.

—Sí —aceptó mi padre.

—¡Charly! —le regañó mi madre.

—Pero si te pillan no podrás conducir en un tiempo. Para ser exactos, el que pases en la cárcel o el reformatorio. —Se encogió de hombros con indiferencia.

Bah, el tío Carlos me sacaría enseguida.

—Si tocas mi coche te mato —aseguró mi padre—. Y de eso no te salva ni el tío Carlos, ni el Papa de Roma.

El nombre de las estrellas - Bilogía Estrellas 1 - *COMPLETA* ☑️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora