Capítulo 60: Felicidad

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Adam y yo estábamos cenando en la gran sala alumbrada con luces tenues. Yo me concentraba en la comida que tenía delante mientras no dejaban de pasar por mi mente recuerdos de aquel mes a su lado después de nuestro matrimonio. Momentos maravillosos e imborrables que quería guardar en mi corazón por siempre o por la eternidad, aquello que ocurriera primero como el príncipe del encanto me había dicho. Nada más allá de nuestra relación importaba o al menos, no quería que nadie me despertara de aquel dulce sueño en que se había convertido mi vida.

—Anne —llamó en voz alta Adam tratando de hacerme regresar a la realidad.

—¿Qué pasa? —pregunté regresando mi atención hacia él.

—Estabas cantando —comentó ladeando la cabeza mientras me miraba con toda su dulzura.

—¿Qué? —volví a cuestionar, algo aturdida por esa repentina información.

—Creo que cantas cuando estas feliz —razonó con una sonrisa en los labios.

Pensé durante unos momentos, sí, podía ser que él le llamara canto a esos murmullos que hago cuando estoy demasiado contenta. Normalmente solía cantar de verdad cuando estaba sola caminando por el bosque porque sabía que nadie podría escucharme jamás. En cambio, con gente, a veces tarareaba de forma inaudible y las personas no solían darse cuenta de ello. Había sido una mala costumbre adquirida con el paso de los años que se había vuelto casi instintiva y no algo a propósito.

—Sí, lo siento —me disculpé.

—No importa, me gusta que estés contenta —expresó sin borrar su sonrisa.

—A veces no me doy cuenta de que lo hago —expliqué aún abochornada.

—Me parece muy tierno, ojalá lo hicieras siempre —continuó.

No pude evitar reír ante la idea.

—Ya que estas de tan buen humor, ¿puedo pedirte algo? —preguntó cambiando ligeramente su expresión facial.

—¿Qué cosa? —Le lancé una mirada de desconfianza fingida por algunos segundos.

—Es algo tonto, pero que siempre he querido —Se le notaba un poco inseguro.

—Esta bien, puedes decírmelo —le calmé.

—Pero no te rías —pidió antes.

—Te doy mi palabra —le prometí con curiosidad.

Él se levantó y se acercó a mí, tomándome de la mano para que le siguiera. Paramos en el centro de la habitación vacía, él me hizo posar una de sus manos en su hombro y elevó la otra en la suya. Me sorprendió que Adam me estuviera pidiendo bailar sin decir una sola palabra.

—Pero no hay música —titubeé.

Mientras él comenzaba a moverse guiándome al compás de una tonada imaginaria y yo le seguí porque quería darle ese gusto.

—¿Esto es lo que querías?

Pude sentir como asentía con su rostro sin mirarme y sin pronunciar un solo sonido.

—¿Te arrepientes de que no bailáramos en la boda?

Él negó con la cabeza como si tuviera un nudo en la garganta. Continuamos meciéndonos con suavidad en el silencio de la noche.

—He pensado mucho sobre nosotros —expresó rompiendo la calma que nos rodeaba.

—Yo también —le contesté.

No me atreví a decirle que había sido el mes que me había hecho evaluar toda mi existencia. Él nos hizo girar y seguí sus pasos, mientras apoyaba mi cabeza en su pecho. Él me había enseñado en tan poco tiempo lo que era la verdadera felicidad y aunque íbamos a ir a visitar a mis padres, yo ya sentía que mi hogar estaba junto a Adam.

—No fuiste lo que yo esperé —murmuró antes de añadir— te has convertido en mucho más para mí.

—Adam

—Por favor, no digas nada, déjame continuar —dijo haciendo un esfuerzo por tragar saliva.

Él volvió a girar conmigo entre sus brazos, acariciando mi espalda.

—Eres mi adoración, Anne —declaró con voz casi a punto de quebrarse.

Enmudecí a pesar de que quería decirle que yo no era lo que él pensaba que era. Continuamos bailando mientras yo me aferraba a su brazo como si no quisiera soltarlo jamás, ambos demasiado emocionados como para mirarnos.

—Tú y yo somos diferentes —resaltó él.

Las lágrimas asomaron a mis ojos, traté de parpadear para alejarlas, porque no me iba a permitir llorar. Me mordí los labios, él apoyó su barbilla en mi cabeza. Entendí que él se estaba despidiendo de mí. A cada paso que dábamos nos acercábamos un poco más a la realidad. Pronto tendríamos que regresar al pueblo y las preguntas que habíamos estado evadiendo resurgirían. Ambos habíamos sabido muy bien que tarde o temprano íbamos a tener que contestarlas. El hechizo estaba llegando a su fin con este último baile en la penumbra de aquel salón. Intenté disfrutar cada movimiento, mientras nos enlazábamos como dos árboles que hubieran crecido juntos.

—Pero, yo te amo —susurró él a mi oído.

Sentí la contracción de los músculos de mi rostro, antes de esconderme en su pecho para que no detectara la humedad que caía por mis mejillas.

La rueda había empezado a crujir, la felicidad se nos escapaba de entre las manos.

La rueda había empezado a crujir, la felicidad se nos escapaba de entre las manos

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Azul oscuro medianoche: Preámbulo ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora