Capítulo 50: Cal

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Sentí que golpeaban la puerta de la habitación en la que me había confinado y me levanté para abrir. Adam estaba de pie del otro lado con gesto serio.

—Tenemos que hablar —empezó.

—Creo que ya no queda nada más por decir —le dije para retomar el punto que había quedado pendiente y que él supiera que no lo pasaría por alto.

Él pareció examinar sus cartas antes de decidir si su mano valía la pena o no.

—De ahora en más, las puertas estarán abiertas y podrás salir, pero necesito estar seguro que no te adentrarás en el bosque, podría ser peligroso.

—He vivido toda mi vida rodeada por bosques y jamás he tenido problemas —espeté sin poder morderme la lengua.

—Pero esta zona no la conoces bien —comentó él.

—Haz lo que quieras, Adam, de todas maneras vas a hacerlo —le dije encogiéndome de hombros ante la verdad de que no había nada que yo pudiera hacer. Me parecía que esa conversación no iba a ningún sitio.

—Ven conmigo y hablemos con más calma. —Me extendió la mano buscando que la tomara.

Dudé sobre qué hacer, su mano extendida me hacía querer dejar atrás cualquier plan.

—Gracias, Adam, pero preferiría que no —alcancé a decir confundida.

Él no se dio por vencido, tomó mi mano y me llevó con él hasta su despacho. Yo no me resistí, antes de que apareciera yo habría estado segura de cumplir mis planes, pero con él cerca, todo se volvía un poco difuso.

—Siéntate —me ofreció una silla delante de su escritorio a pesar de que me había llevado hasta allí en contra de mi voluntad.

Lo tomé como una formalidad de él y me senté sabiendo que no podía escapar de una casa en medio de la nada, tarde o temprano tendríamos que hablar. Él se sentó detrás del escritorio escrutándome mientras yo miraba para otro lado. El silencio se hizo presente y yo no pensaba decir nada.

—Anne, yo me doy cuenta que tal vez he sido un poco inflexible —empezó—, pero estoy dispuesto a que hablemos para que podamos llegar a un acuerdo.

No dije nada y el silencio volvió a reinar.

—Anne, vas a poder salir y si quieres algo, sólo tienes que pedirlo —dijo dando un tiempo para que le interrumpiera pero eso no sucedió—. Si llegaras a querer ir a la ciudad, salir de compras, comer algo en especial o ir al cine, sólo tienes que decirlo y te llevaré —concedió.

—No necesito nada, gracias —respondí.

—Creo que podríamos ir a comprarte ropa.

—No es necesario, estoy bien con lo que tengo, gracias de todas formas.

—Por favor, Anne, déjame hacer algo por ti que demuestre que no tengo afán de tenerte encerrada —pidió.

—Tú me estas diciendo esto por algo, ¿por qué no vas directamente al grano? —inquirí.

—¿Por qué lo dices? —replicó él con otra pregunta.

—Porque tú eres así —afirmé—. Primero has tratado de poner una de arena y después vendrá la cal. Dame la cal —le solicité mientras miraba para otro lado.

Nos mantuvimos callados por largo rato hasta que él sacó un estuche de uno de los cajones de su escritorio. Lo puso delante de él.

—Tengo algo para ti, pero no quiero que te asustes ni que lo toques —me dijo de forma seria.

Yo me extrañé ante tal petición, él abrió la caja y pude ver un arma de fuego con unas municiones a la vista. Me sorprendí y mi rostro palideció, no sabía que significaba esto.

—No te aburriré con especificaciones técnicas, pero es un tipo de arma que suelen usar los detectives. Es perfecta para una mujer por el tamaño, el peso y la facilidad de manejo.

—¿Tú me estás dando un arma? —logré preguntar confundida.

—En realidad, te estoy dando algo para que te protejas en un caso extremo, pero te enseñaré a usarla primero. Quiero que entiendas que esto es para tu protección personal y que debes ser muy cuidadosa en su manejo.

—No necesito un arma —aseguré.

—Espero que nunca tengas que utilizarla, pero por si acaso, te enseñaré a hacerlo —respondió él.

—No me gustan las armas. ¿Cuál es la razón de que me des una?

—Quiero que puedas protegerte.

—Creo que sé cuidarme sola y no necesito una de esas cosas.

—De todas formas te enseñaré —manifestó sin atender mis objeciones.

—¿Acaso eres un mafioso?

—No, Anne, no soy ningún mafioso, nunca lo he sido ni lo seré —aseguró casi como si la duda pudiera llegar a ofenderle, pero no se mostró molesto.

—¿Y cómo es que sabes manejar un arma?

—Aprendí a manejar todo tipo de armamento cuando estuve de servicio —y agregó para que entendiera—, fui militar.

—¿Militar?

—Sí, es una historia larga y sobretodo muy aburrida —dijo, pero su tono de voz no me convenció.

—¿Me estas mintiendo? —expresé con desconfianza.

—Bueno, no es precisamente aburrida, pero no son cosas que una joven de tu edad deba escuchar —aclaró cabizbajo.

—¿Por qué no? ¿Hiciste cosas malas? —inquirí recelosa.

—La vida de un militar es dura, ves cosas que la gente normal no verá nunca en su vida, eso te cambia mucho la perspectiva del mundo. Por eso, es mejor que no te cuente, la vida de los civiles es fácil.

—Vaya, eso sí ha sonado como un militar, ¿por qué nunca me lo dijiste?

—No pensé que fuera tan importante.

—Tienes ese aire serio, tal vez habría entendido un poco mejor el por qué tienes esa actitud todo el tiempo y eres tan educado al punto que eres hasta rígido.

—Es el entrenamiento castrense, no importa la cantidad de años que pasen, siempre seré así.

—¿Cómo estás tan seguro? No has nacido siendo así, con el tiempo deberías volver a la normalidad —razoné.

—No será así, Anne, me entrenaron para tener mentalidad de grupo. Cuando convives con un grupo de personas todo el día por mucho tiempo mientras soportas la instrucción y el estricto régimen militar, vas dejando a un lado tus individualidades. Al final del día lo único que te importa son las personas con las que has compartido todo ese sufrimiento.

 Al final del día lo único que te importa son las personas con las que has compartido todo ese sufrimiento

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Azul oscuro medianoche: Preámbulo ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora