|Capitulo 3|

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Si había algo a lo que Violetta Whitman le temía, definitivamente era a sus padres

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Si había algo a lo que Violetta Whitman le temía, definitivamente era a sus padres.

Por fuera aquella mujer era tan fuerte como un roble, pero por dentro, tenía que aferrarse a sus entrañas para no caer.

Había crecido en una casa donde el incumplimiento de las reglas se castigaba con azotes y las sonrisas estaban más que prohibidas. La estricta forma con la que la habían educado sus padres para lograr casarla con alguien que les diese dinero e influencias, era la misma que, de seguro, utilizaban en el infierno para torturar a las almas en pena.

Y el diablo en el acto, definitivamente era el barón. Ese hombre la ponía a temblar.

Lord Belmont las aborrecía a ella y a su madre, a la primera por no ser un hombre y a la segunda por ser tan inútil como para no poder darle uno.

Después de cinco abortos de la baronesa, posteriores al nacimiento de lady Violetta, su esposo decidió bajarla al estatus de la servidumbre y buscarse alguna amante que le diese el varón que tanto anhelaba. Planeaba inventarse algún embarazo de su esposa para no caer en la vergüenza de tener un bastardo, pero por los santos que todo era mejor que ver cómo el título se le deslizaba entre los dedos por no poder tener un heredero.

Violetta miró en el reflejo del espejo cómo Eva, su doncella de toda la vida, le cepillaba el cabello. Admiró el nacimiento de las blancas canas en la cola de caballo que la mujer siempre lucía, y se paseó por la sonrisa dulce que adornaba sus labios.

Si ella tenía una madre, esa era Eva: la mujer que la crío, la salvó de castigos, la alimentó cuando le prohibían hacerlo y la consoló cuando su fachada de fuerte se caía.

―Eva―La llamó, mientras seguía viendo su reflejo.

―Dime, cariño.

Lady Violett tomó un respiro antes de soltar su pregunta. Saboreó el aire que le llenó los pulmones. Le gustaba hacer eso y pensar que así de libre se iba a sentir el día que saliera casada de esa horrible casa.

Estaba harta, ahogada en un mar de penas que solo la consumía. Y es que cuando el dolor se volvía tan delirante, siempre terminaba haciendo locuras como la de la noche anterior.
Por Dios, ella simplemente quería escaparse por unos cuantos segundos de aquel infierno y terminó metiéndose en uno peor.

―¿Sabe quién es el propietario de las tierras que están al Este? ―logró decir mientras soltaba el aire.

―¿Al Este?―preguntó la doncella, como si abriera un mapa en su cabeza y comenzara a ubicarse en él―. Creo que es la propiedad del conde de Montesquieu.

Violetta palideció. Sabía que el hombre que la había descubierto en su locura era un noble, él mismo se lo había dicho, pero, ¿un conde?
Por Dios.

―¿En serio?

No se lo podía creer.

Eva asintió mientras le trenzaba el cabello.

La Seducción Del Conde  | La Debilidad De Un Caballero II | En físicoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora