|Capitulo 37|

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Se había elegido un salón en el piso superior de la mansión para llevar a cabo el duelo.

En el exterior la tormenta nuevamente se dejó caer sobre la tierra con una fuerza desgarrante. Los árboles hacían volar sus ramas y los truenos retumbaban en el techo como demonios al acecho del alma que pronto moriría.

Todo se hizo con el mayor silencio posible para no alertar a los invitados.

En la habitación estaba el barón y su abogado hablando en un rincón sobre lo perjudicial que podía resultar aquella descabellada idea. Se miraban a los ojos como si entre ambos buscaran la manera de librarse de tal lío, pero lord Belmont no estaba para dejar su hombría en el suelo echándose para atrás con su decisión, y el abogado, quien haría de padrino tampoco tenía las agallas para insistirle al hombre después de ver sus hombros tensos y su alma decidida a ver correr la sangre.

En la esquina contraria estaba la baronesa, invitada por pura burla de su marido porque tal parecía que aquella era otra de sus formas de mostrarle que nadie lo desafiaba sin sufrir consecuencias desastrosas. Estaba temblorosa con un rosario en la mano y los labios quebradizos de tantos mordiscos al susurrar el padre nuestro sin detenerse a respirar.

Había perdido la cuenta de todas las veces que lo había repetido en esos treinta minutos previos.

La habitación contaba con un techo alto y unos ventanales tan exquisitos que se le había diseñado un segundo piso parcial, semejando a una luna menguante, que llevaba consigo cientos de estanterías cubiertas con los mejores ejemplares literarios de la época. Las paredes estaban impregnadas del olor a libro viejo y una escalera de caracol echa a mano con madera de roble daba la bienvenida al paraíso que aguardaba en su superficie.

Violetta estaba ahí, aferrada a la madera como si buscara en su interior las fuerzas necesarias para fundirse en ella y no tener la desdicha de presenciar la escena que se desenvolvería en sus narices. Estaba temblorosa, no al mismo grado que su madre pero vaya que le era imposible controlar el vaivén de sus pies faltos de ganas de estar en ese lugar.

-Estás pálida-la voz de Julian le acarició los oídos-. No tenemos porque estar aquí, Violetta.

La dama volteó la mirada hacia él. Estaba parado frente a ella con la preocupación en el rostro y los brazos cruzados completamente reacio a presentar tal locura.

Ella había ido en la madrugada a hablar con él sin el menor atisbo de su alma por dejarla dominar sin haber arreglado el enredo que había causado su osadía. Se plantó en la habitación con la mirada en alto, la ropa aún mojada y los ojos llorosos, y aceptó su propuesta después de dividir los puntos buenos y malos en su mente.

Era sencillo, no había mucho a lo que darle vueltas: necesitaba salir de casa, madurar, ser feliz, tener una vida sencilla y plácida, y eso definitivamente era algo que podía darle Julian Craig. Y la dicho que lo iluminó después de recibir tal respuesta, le dio por sentado que no había más problemas entre ellos, ni siquiera el hecho de que ella hubiera dejado su virtud en el sillón de su alcoba y él hubiera tenido la desdicha de presenciar la escena. Parecía un asunto olvidado, pero no para ella.

En la mente de Violetta se seguía reviviendo la boca de Benjamin, sus besos eran como flores de fuego regadas en sus mejillas, quemando el sendero que posteriormente recorrerían sus dientes.  Aún sentía a sus fuertes manos acariciándole la espalda con ternura y ansias, con ganas y pasiones, porque no había deseo más intenso que aquel que ellos llevaban cultivando desde la primera vez que se encontraron en el lago.

¿Qué si aún le quería? Completamente. No habría noche en los años que le quedaran de vida donde no deseara que entrara en la cama y la abrazara con sus calidos brazos hasta hacerla dormir.

La Seducción Del Conde  | La Debilidad De Un Caballero II | En físicoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora